El director de arte del remake de The Legend of Zelda: Link’s Awakening, Yoshiki Haruhana, describió así su arriesgada apuesta estética: “nos marcamos como objetivo que el mundo del juego fuera como un pequeño diorama”. En lugar de buscar el realismo o el espectáculo, Nintendo imaginó un mundo de juguete en el que Link, el protagonista, “fuera una figurita de unos 10 centímetros, más o menos”. Este estilo visual no es sólo coherente con el original, un clásico para GameBoy de 1993 que condensaba la aventura y la exploración de su saga en un juego de bolsillo, sino con el espíritu general de los Zelda, más cercanos al cuento de hadas que a la fantasía épica (y mejores cuando son conscientes de ello).
La aventura comienza con Link naufragando y llegando a una isla llamada Koholint. Allí todo parece estar ligeramente fuera de lugar: hay personajes de la saga Super Mario, animales parlantes, teléfonos y un huevo gigante en lo alto de la montaña. Para escapar de la isla, Link debe despertar al pez del viento, una criatura que duerme dentro del huevo, pero eso también borrará la isla misma con todos sus habitantes. Qué extraño planteamiento que aún hoy, casi 30 años después, sigue obsesionado con viajes del héroe y estructuras reconocibles. El primer Link’s Awakening fue a la vez profundamente ortodoxo y rompedor, fiel a las claves de su saga y valiente en sus experimentos formales, inmediatamente reconocible como Zelda y tan extraño como un sueño febril. En su reconstrucción como mundo de juguete digital, la versión para Nintendo Switch (quizá el mejor Zelda desde Wind Waker o A Link Between Worlds) subraya sus excentricidades y virtudes y crea un nuevo clásico único. Imprescindible.