‘La visita’ 

Buenas tardes, ¿cómo está usted?, saludó el anfitrión sin disimular lo suficiente que pronunciaba esas palabras por pura cortesía, que el saludo había sido un formulismo cualquiera escogido al azar, y sin mostrar interés alguno por el estado de ánimo o salud de la visitante. Bien, gracias, respondió ella con un tono similar mientras se adentraba lentamente, muy lentamente en el recibidor, en unos segundos que a nuestro anfitrión, y él no es persona que tenga tendencia a exagerar, le parecieron minutos.

Si bien es cierto que el anfitrión se había esforzado, no diríamos hasta límites heroicos, pero sí lo suficiente como para considerarse digno de ser aquí mencionado, en que la estancia fuera lo más acogedora posible, ahora que la visitante se había sumado en su condición de elemento al conjunto, tuvo la impresión, algo más certera que fugaz, de que el cuadro había perdido el encanto del que antaño se había enorgullecido.

Lo cierto es que todo aquello, aunque hubiese cabalgado por su mente, no le importaba lo más mínimo. Y por qué no decirlo, o pensarlo en el caso de nuestro anfitrión, aquella podía calificarse, sin temor a caer de bruces en el doloroso pozo de la equivocación, como una visita inoportuna. No nos referimos aquí a la visitante, que el anfitrión no sólo es una persona realista sino también educada, más bien el problema radica en el momento.

Viene esto al caso porque el anfitrión tenía la mente ocupada por otros asuntos, de aquellos que se dice son urgentes al máximo, de los cuales uno no puede escapar como huyen las sabandijas por cualquier recoveco, ni poner excusas para afrontarlos en otro momento que se considere más propicio para la causa. No. Le gustara o no —que eso ahora, para lo que aquí nos ocupa, es intrascendente—, debía el anfitrión estar centrado al máximo en sus asuntos, sin permitirse el lujo de perder el tiempo, que como dicen algunos es tan valioso como el oro. Y mucho menos —y no es que fuera de su agrado pensarlo, que recordemos alberga entre sus virtudes el anfitrión el realismo, la educación y añadimos ahora la paciencia— podía perder el tiempo en una visita inadecuada.

Intentó borrar éste y otros pensamientos similares, de los cuales su cabeza iba bien servida, cuando se sorprendió dando un largo bostezo, de aquellos que se dice son contagiosos como el peor de los virus, él que no tenía por costumbre realizar este tipo de improperios, y mucho menos en público, y menos todavía con una visita, fuese ésta inapropiada o no, en su propia casa. Pudo respirar tranquilo al comprobar, para incrementar su ya sobreexcitado asombro, que la visitante ni siquiera lo había percibido. No engañamos a nadie —aunque puedan los más desconfiados pensarlo, que en su derecho están, y no es nuestra intención criticarlos— cuando aseguramos que allí estaba ella, apoltronada cual reina ociosa, mirando al infinito, sin tener la intención, según pudo intuir el anfitrión, de iniciar una conversación, aunque fuera trivial o de nulo interés para ambos, aunque fuera para tener algo con lo que justificar su inesperada visita.

Decidió el anfitrión, todo fuera por romper con aquel ambiente de tensión que se había creado de manera casi imperceptible en su comedor, poner la televisión, que siempre es un buen recurso cuando uno no tiene nada que decir ni ganas de escuchar. Recién sentado en el sofá, se estiró para desperezarse, cosa que volvió a sorprenderle, y no era la primera vez en aquel extraño día, puesto que como hemos explicado con anterioridad, ese tipo de gestos, que popularmente suelen considerarse como maleducados o faltos de respeto, no componían su estilo habitual de actuar, menos aún con una persona invitada como era el caso, aunque ésta, todo sea dicho, seguía en un estado de hipnosis continuado, alejada de la realidad que se vivía en el comedor del anfitrión.

Tuvo que levantarse éste a por el mando a distancia, que anteriormente había olvidado —tan absorto estaba él sus pensamientos— y aquello resultó ser algo parecido a una tortura, cosa extraña, la verdad sea dicha, porque el aparato estaba situado a pocos metros de distancia. Cayó en la cuenta entonces, el anfitrión, de la enorme magnitud de su particular tragedia. Sus asuntos seguían siendo de la máxima urgencia, y allí estaba él, con la visitante, todavía en un estado parecido al trance, mirando la televisión. No pudo evitar la sensación, para añadir aún más dramatismo, de estar cada vez más cansado, de que sus movimientos eran lentos, de que a su cerebro le costaba cada vez más ya no sólo acelerar, sino incluso arrancar.

Había transcurrido ya buena parte de la tarde, la televisión seguía encendida, y el anfitrión decidió por primera vez, dios sabe por qué no lo hizo antes, observar a la visitante. Cayó entonces y no antes en la cuenta, por imposible que parezca para aquellos que no lo vivieron, que no la conocía. Es más, jamás la había visto. Ni siquiera era una de aquellas personas que uno, a fuerza de coincidir en la parada del autobús o en el ascensor, acaba saludando casi por inercia. De hecho, y esto trastocó el ya malogrado estado del anfitrión, tampoco había programado la visita, algo lógico, teniendo en cuenta que nunca, y cuando decimos nunca es en ninguna ocasión, había hablado con ella. Y sin embargo, conocía su nombre.

Pasaron así las horas el anfitrión y la visitante, tendidos cada uno en su sofá, con la televisión encendida, sin intercambiar palabra alguna —ni falta que les hacía. El anfitrión, y que nadie piense ahora que todos los rasgos positivos que de él hemos destacado hayan sido una falacia, se había quitado los zapatos, recostado en una posición cuasi fetal, y se resguardaba bajo una manta de esas que más que proporcionar calor transmiten sosiego.

El anfitrión —que como todos en este mundo tiene un nombre pero lo denominamos así pues es la forma en que lo hemos conocido hasta ahora—, estaba cada vez más cómodo, física y mentalmente, y hacía mucho que había dejado de pensar en sus asuntos, aquellos que no hace tanto, tan solo unas horas, eran tan importantes, no podían esperar y habían convertido a la visitante —que allí seguía sin abrir la boca— en un estorbo.

Estaba cansado, más a cada minuto que pasaba, el anfitrión. Y así siguió siendo. Ni siquiera logró aunar la fuerza suficiente como para pronunciar las palabras que unas horas antes se repetían sin cesar en su mente y que ahora ya, seguramente debido a su falta de ahínco para vomitarlas, permanecían anegadas en el más profundo de los olvidos: «Ha sido un placer su visita. Pero creo que ahora debería marcharse, señora Pereza».

.

Relato publicado originalmente en el libro ‘El Comecuentos’ (Silva Editorial, 2012)

Ilustración a cargo de Víctor Navarro