Hace pocas fechas hemos conocido una noticia que por inesperada no deja de resultar más que factible: el dramaturgo y director de cine David Mamet es un impostor. O al menos en parte. Una reciente investigación llevada a cabo por el departamento de Historiografía del Cine de los 80 de la Universidad de Bucarest, encabezado por el Dr. Travis Manitu, ha descubierto que el relato y el consiguiente film House of Games (1987), dirigido por el propio Mamet y co-escrito junto con Jonathan Katz, no es sino una idea original de El Mulo (no confundir con el personaje de Asimov) según atestiguan unos textos datados en 1977 y hallados en el baño del chalet de Malibú de Richard Branson durante una investigación por pornografía musical.

“Este relato inacabado al que El Mulo (no confundir con el personaje de Asimov) acertadamente tituló Un mechero para Dolly y una paliza para Johnny es, simplemente y a pesar de sus pocas páginas, una obra maestra de la literatura negra contemporánea, ese género que tan pésimamente ha maleado el bueno de Mamet y que el jodido Joe Mantegna ha interpretado hasta la saciedad. Obviamente estamos ante el caso de plagio más importante de la historia desde los hermanos Kennedy. Mamet debería pedir perdón ante todos y que le dieran doscientos azotes en una plaza pública», explicó el Dr. Manitu en el prólogo de su estudio, publicado por la revista Mature.

En dicho estudio se revelan datos en torno a la creación del hasta ahora inédito Un mechero para Dolly y una paliza para Johnny: El Mulo (no confundir con el personaje de Asimov) escribió estas páginas en una calurosa mañana de agosto de 1977 en el shuttle que conecta Victorville conLas Vegas, Nevada. En el autobús, un par de niños jugaban al Black Jack y todo acabó en una monumental pelea con la mayoría de pasajeros implicados. Por lo visto, Johnny hizo trampas y Dolly le prendió fuego. La madre de Johnny saca su revólver y el padre de Dolly es un excombatiente de Vietnam con la cabeza aún en la Colina 7. Lo típico. Al llegar al Plaza, donde le esperaban para dar un recital de perfopoesía normanda, El Mulo (no confundir con el personaje de Asimov) se puso a beber con un nuevo amigo que se hizo en el autobús: un tal David M. Una copa llevó a la otra y esta a doce más y a la mañana siguiente nuestro autor favorito despertó con una resaca del tamaño de la Nebulosa de Magallanes y no lograba recordar nada desde 1972. Su nuevo amigo, en cambio, había desaparecido repentinamente sin dejar rastro alguno, llevándose consigo el manuscrito que hoy presentamos por partes:


Aug 20th, 1977

Un mechero para Dolly y una paliza para Johnny

por El Mulo (no confundir con el personaje de Asimov)

Billy entró en la consulta a primera hora de la tarde, como cada jueves. Esta vez tenía un aspecto más demacrado que el último día. Ahí sentado, frente a mi mesa, parecía un chaval escuálido con ropa que su abuelo había llevado en la Primera Guerra Mundial, demasiado grande para un niño canijo, pero lo suficiente para que le durase un par de inviernos más sin tener que gastarse unos dólares en trapos nuevos. Era como un gatito muerto envuelto en enorme cartón mojado y arrugado. Sus ojos azules hundidos en un pozo de cieno reflejaban el insomnio de noches de juego y derrota. Su sola presencia hacía despertar en mi parte no profesional sentimientos encontrados de lástima y repulsa. Allí estaba, como siempre, quejándose de su mísera existencia.
―Un sentimiento de… de… de vacío ―farfulló.
Aparté la vista del garabato fálico que estaba dibujando en mi libreta y lo miré a los ojos. Sus pupilas sí que parecían vacías, extintas. Le pregunté entonces qué le hacía pensar en ese sentimiento. Acorralado como un sapo entre niños con ganas de experimentar, se puso a la defensiva, algo típico en personas con su enfermedad: “¿Qué hago aquí?”, “no sé si voy a curarme”… las mismas patochadas de siempre.
―Estás aquí para aprender a controlar tu vida ―recordé.
Billy empalideció y se levantó súbitamente. Pocas de las arrugas de su traje se arreglaron. Había dicho algo que despertó su conciencia. Allí, encorvado y tragando saliva como si hubiese caminado dos días por el desierto de Arizona, me miró desafiante.
―He perdido, y a ti qué te importa, tía, eres rica.
Dejé que siguiera, quería ver a dónde pretendía llegar.
―Tienes la vida resuelta, el puto libro que escribiste, no das palo, no haces nada, tía, todo es un timo, no haces nada.
No me afectó en absoluto porque era un maldito gilipollas desgraciado y yo una triunfadora con más cifras en mi cuenta corriente que él neuronas en su cabeza. Entonces se acercó a la mesa y se apoyó sobre ella. No dejó de mirarme fijamente a los ojos en ningún instante. Introdujo su mano derecha en el bolsillo interior de su enorme y espantosa chaqueta.
―¿Dices que me quieres ayudar? ¿Quieres ayuda?, ayúdame con ésta ―dijo.
En otro contexto me habría hecho gracia el comentario, pero cuando observé que sacaba una pequeña pistola de níquel de la americana, comencé a sentir un escalofrío por la espalda. Quedé por un momento muda, esperando acontecimientos, parecido a cuando ves por primera vez a un tío desnudo acercarse a ti con esa enorme ‘cosa’ dura entre las piernas.
―Ayúdame con ésta, si puedes, porque, si no, la voy a usar ―prosiguió afligido.
Fui rápida, quería una respuesta inminente, que esa situación tan poco agradable acabara cuanto antes. Le pregunté, sin dejar de controlar el arma con la mirada, para qué la usaría. Joder, quería saber si me iba a disparar o si por suerte para todos iba a acabar con su miserable vida allí mismo. Se sorprendió.
―¿No me vas a preguntar si está cargada? ―dijo.
―¿Usarla para qué? ―repetí.
Billy no tenía clara la respuesta. Eso parecía bueno.
―Usarla para suicidarme o ya sabes, yo que sé ―dudó―, para…
Ese escalofrío que se había instalado en mi espina dorsal como una lagartija comenzó a desvanecerse progresivamente. Todo parecía volver a su estado natural: él seguía teniendo el problema, la enfermedad. De nuevo yo preguntaba y él respondía; yo tenía el poder y él podía suicidarse sin ningún impedimento por mi parte. Pero la pistola seguía allí y las armas las carga el mismísimo diablo. A mi tío Herb se le disparó accidentalmente la escopeta en los genitales y nunca pudo tener hijos, sólo ovejas a las que ponía vestiditos y llamaba Tiffany.
―¿Por qué te quieres suicidar? ―le pregunté.
Me miró de forma extraña, entre compasivo y odioso, y contestó gravemente:
―¿Qué te crees que es esto? ¿Un sueño?
Desde luego que no; aunque he tenido sueños peores, como aquel en el que me tiraba a Nixon en medio del rodeo de Jacksonville y después me marcaba el culo con un hierro candente.
―Tía, vives en las nubes, tus preguntas, porque existe el mundo real.
Estas últimas palabras las dijo mientras se golpeaba levemente la sien con el cañón de la pistola. ¡Dios, cómo deseé que estuviera cargada y se volara la tapa de los sesos salpicando mi título universitario! Reaccioné.
―¿Y qué te ha pasado en ese mundo? ¿Qué te ha pasado?
―¿Qué más da? ―dijo resignado―. Dices que quieres ayudar. No puedes ayudar, porque, nena, no sabes lo que es tener problemas.
Jodido paleto estúpido, ¿y qué diablos es tener a un maníaco depresivo con una pistola en tu despacho? ¿Un picnic el cuatro de julio con tu prima Sheryl?
―Dame la pistola y te ayudo.
No se lo esperó. O quizá fuese lo que estuviera esperando desde el principio. Le tendí, ¡le ofrecí la mano!
―Billy ―tragué―, te lo juro. Me das la pistola y te ayudo.
Aquel muchacho vio abiertas las puertas del cielo, de la salvación. Quería que le escuchara, que le echara un cable. Y yo tenía que hacerlo de una manera u otra, sin saber por qué. Estuvimos un instante retándonos con la mirada hasta que cedió. Nunca me han ganado a ese juego, ni siquiera mi perro Bongo… y eso que era ciego. Billy parecía jodido, realmente jodido. Me entregó su pistola lentamente. Estaba caliente y húmeda por el sudor de su asquerosa mano. Cuando se percató de que ya no corría peligro su integridad física se sentó, se desplomó sobre el asiento y se encogió aún más dentro del traje de El Increíble Hulk. Parecía un papel quemándose en la hoguera de la desesperación. Sacó un pitillo y lo encendió. A pesar de que allí no se podía fumar, le pedí otro cigarro para mí. Lo necesitaba, aunque fuese un Lucky, que es para maricas.
―Acabo de perder veinticinco mil dólares… ―mal empezó―… que no tengo ―peor acabó.
Sus ojos estaban a punto de estallar en lágrimas. Era un niño pequeño que ha aplastado a su hámster con un martillo sin motivo aparente y se lo cuenta a su madre. Dio una larga bocanada y expulsó el humo por la nariz mientras continuaba hablando.
―Y si no los pago antes de mañana me van a matar ―me miró con ojos acusadores―. A ver: ¿qué clase de ayuda me vas a dar ahora?
Quedé enmudecida, no supe qué decir. El caso no era fácil que digamos, el dinero es el dinero y ese tipo estaba realmente fastidiado. Quizá fuese mejor que le dieran una paliza o que amaneciera en la cuneta de una estatal alimentando a los buitres. En líos de falda y de dinero es mejor no meter las narices, y no es algo que se aprenda precisamente en la universidad de psicología, sino en la de la calle, “la vida real” que Billy decía. Se marchó apagado como un anciano se marcha de un cementerio. No pude decirle nada.
Creo que ahora lo sé. Sus pupilas, sus pupilas vacías y la pena instintiva que daba aquel muchacho acabado. Ellas fueron la causa. Es curioso cómo la mayoría de las causas que provocan mis problemas son de género femenino: pupilas vacías, pena instintiva, borracheras inolvidables, esposas cornudas, menstruación alterada…


CONTINUARÁ…