1. Una pandemia es buen momento para cuidar la dieta mediática. Si la prensa es ahora más importante que nunca, también más importante que nunca es leerla bien.
2. Este es mi plan: información necesaria sobre medidas, algo de datos e interpretación de expertos y nada de interpretación de todólogos, predicciones de vendedores de futuro ni opiniones. El filtro se hace todavía más urgente en redes sociales, donde abundan los súbitos epidemiólogos y los enajenados que querrían ver arder el mundo con tal de tener razón.
3. Me estoy guardando mucho de dar por definitivas las estadísticas. No es que desconfíe de ellas sino que, como me recuerda un amigo ingeniero, nos obsesionamos con números que parecen explicarse por sí mismos, sin pensar en las mediciones y criterios. Esto no es una carrera ni un ranking.
4. Entre las cosas que sí leo entran las reflexiones de filósofos e intelectuales (entendido como todo aquel cuya profesión consiste en manejar ideas y dispone de y herramientas para ejercerla). Pero, lástima, la carrera de luminarias para plantar su silla en el escenario está siendo de mucha vergüenza ajena. Leo, por ejemplo, a un profeta digitalista (no diré el nombre): “Para la mente del intelectual, lo que está ocurriendo, pese a la pena, es una fiesta porque todo lo que ves está cambiando el mundo. El pensador está viviendo un momento mágico”. Las muertes van ya por miles pero tranquilos, que este pensador está viviendo un momento mágico.
5. Se han hecho populares columnas de filósofos para todo (muchos de ellos llenan mis estanterías) que cuando tratan el futuro sube el pan: alguna idea estimulante mezclada en montañas de provocaciones a la nada, farfulleos, divagaciones y contradicciones. Creo que ni siquiera ellos tienen claro lo que dicen, pues cuando la rueda mediática te atrapa lo importante es no dejar de hablar. Uno incluso acaba el párrafo en mayúsculas. Me preocupa lo que un altavoz puede hacerle a nuestra salud mental.
6. Leo predicciones de “global thinkers” sobre el mundo después del coronavirus y no hay dos que coincidan. Entre todos cubren todo el terreno, así que alguno acertará. Y, curioso, todos creen que la pandemia da la razón a su visión del mundo. “El coronavirus ha demostrado que [X]”, dicen, siendo X las ideas que llevan años vendiendo en librerías.
7. No creo que sea tiempo de anticipar futuros ni de celebrar nada. El futuro, nos recuerda el sociólogo Peter Frase en su libro Cuatro futuros, será lo que hagamos de él. Todavía no estamos en el totalitarismo de la vigilancia ni en la utopía planetaria. Nos hemos dado cuenta de lo necesario que es el tejido social y el civismo, pero también la crisis de 2008 empezó dando por muerto el financierismo especulativo de casino y aquí seguimos, mirando el Ibex. ¿O nadie se acuerda de aquel spot naif con Buenafuente diciendo “esto sólo lo arreglamos entre todos”?
8. Mientras soñamos con un mundo más sano, limpio y justo, los enajenados ya están intentando arrimar el ascua a su sardina, disparando a los pilotos durante un aterrizaje de emergencia (nadie querría llevar la nave ahora, pero muchos quieren todavía menos que la lleve el que consideran su enemigo). Trolls, hooligans y pirómanos hacen gracietas en redes, cámaras políticas y columnas de opinión. En cualquier país, acusan a su gobierno de no haber evitado lo que ningún gobierno del mundo, de ningún color, ha conseguido evitar. Y no es cuestión de bandos: todos estamos divididos. Hablamos de abrazarnos cuando esto acabe mientras abucheamos a autistas o enfermos que necesitan caminar para no sufrir trombosis. Formamos comunidades tanto como turbas, soñamos con arcoiris y alimentamos ese deseo escatológico de verlo todo arder. El coronavirus no ha cambiado al ser humano, que sigue siendo tan complejo y contradictorio como siempre.
9. La clave de mi malestar me la da el filósofo Javier Gomá en una entrevista: “Un intelectual debe, en épocas prósperas, alertar de los peligros, y en épocas calamitosas, dar razones para la esperanza. Normalmente el intelectual suele hacer por desgracia lo contrario: se abandona a un nihilismo muelle durante la prosperidad y encabeza la vanguardia de la crítica inclemente durante la crisis, añadiendo pesimismo y desesperación a una sociedad ya deprimida”.
10. Me recuerda al concepto de “fontanería filosófica” de Mary Midgley: el filósofo, como el fontanero, trabaja sobre un sistema de ideas preexistente que no tiene un autor único sino que se ha ido ampliando y parcheando con el tiempo. “Cuando surgen los problemas, hacen falta habilidades especializadas si ha de haber alguna esperanza de localizarlos y arreglarlos”. Un filósofo público ha de ayudarnos a mejorar y ordenar nuestro pensamiento. No necesitamos luminarias, necesitamos buenos fontaneros de ideas.
11. Hay una anécdota que siempre me ha parecido muy “fontanera”, y que estos días se repite: una vez, un estudiante preguntó a la antropóloga Margaret Mead cuál consideraba que era el primer signo de civilización hallado. En lugar de hablar de herramientas o artefactos, Mead respondió que un fémur fracturado de hace 15.000 años hallado en una excavación. En el reino animal, explicó Mead, un hueso roto supone la muerte. Un hueso roto y sanado es la prueba de que otra persona ha dedicado tiempo a cuidar al herido, que alguien ayudó a un igual en vez de abandonarlo y salvarse a sí mismo.
12. Cuidado, civismo, concordia, apoyo a la salud pública y la investigación: esas son las tuberías a mantener con urgencia para que la nave (y estoy mezclando metáforas) no se estrelle. Ya nos ocuparemos del futuro luego, y del pasado (un herido por una flecha envenenada necesita el antídoto, no el nombre del que la disparó). No tengo grandes respuestas ni soluciones, pero al menos sé dónde buscarlas y dónde evitarlas, y qué leer en mi búsqueda. Por ejemplo, me vuelvo ahora mismo a Camus, a seguir descubriendo con asombro que La peste, que habíamos leído como alegoría, va en realidad de lo que dice ir y nos habla de esperanza y humanidad en tiempos de plaga. “El único medio de luchar contra la peste es la honestidad”. He ahí a un buen fontanero.