Iban a dar las tres de la tarde en el reloj del campus Komaba de la Tōdai. Caminaba hacia el seminario donde iba a comenzar la clase de la tarde. Despacio y por la sombra: poco más se podía hacer para lidiar con el julio tokiota. Allí mismo, mientras clasificaba lentamente las monedas de mi cartera para sacar un café helado de la máquina expendedora de la esquina, tuve la epifanía.

Yo ya he estado aquí, que dirían Balló y Pérez.

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Una bendita brisa trajo una melodía interrumpida, producida por instrumentos de viento que ensayaban en la escaleras de emergencia de alguno de los edificios de enfrente. Eché a andar por el solitario corredor con la lata en la mano, buscando la fuente del sonido. Al otro lado me encontré con que el sol caía inmisericorde sobre un grupo de resilientes que hacía carrera continua por el perímetro del campo de lacrosse. Como único testigo de todo aquello, no pude evitar recrearme en el placer de vivir una de tus fantasías íntimas: me había topado de bruces con mi secuencia fetiche de los slice of life.

Genshiken (T. Ikehata, Palm Studio, 2004)

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Hace unos días hablaba de animación en un seminario de la uni a raíz de Las aventuras del Príncipe Achmed (1928), la película de animación de siluetas de Lotte Reininger. Empleando como excusa el hecho de que se trata del primer largometraje animado que ha llegado a nuestros días, me permití establecer una comparativa entre la apuesta estética de este film (que el amigo Víctor define inmejorablemente por aquí) con los estilemas que tomó el largometraje animado de Disney, la forma dominante de la animación comercial del siglo XX. Envalentonado, continué hasta condenar sin reparo al músculo tecnológico de Disney & Cía. por acabar desarrollando un tipo de animación que priorizó el legitimarse como medio comercial (principalmente mediante el acercamiento al cine de imagen real producido en Hollywood) antes que pasar a desarrollar sus potencialidades infinitas en otras direcciones. Tanto el detallado estudio anatómico en el diseño de personajes, la sensación de profundidad de campo que aportó la cámara multiplano y el movimiento fluido fruto de la animación completa de Disney, son algunas de las innovaciones que definen esa ambición del tío Walt por construir su imperio cerca de las coordenadas estilísticas del cine clásico.

¿Recomiendas algún título reciente de animación abstracta?

La pregunta de un colega, de una lógica aplastante después de mi perorata pro-experimental, me dejó parado. No, desde luego que no se me ocurría ningún título a bote pronto. Sólo a posteriori he podido articular a modo de justificación algunos argumentos para tratar de explicar la laguna sobre la que no había reparado hasta entonces:

  1. Primero y principal, mi limitación personal.

  2. Echando la vista atrás, he de decir a mi favor que pocos han sido los que han recogido con dignidad el testigo de los experimentos de abstracción radical de los Fischinger, Richter o Ruttmann. La animación independiente contemporánea más estimulante es aquella que basa su discurso en la directa oposición al cine de imagen real gracias a la exploración de los límites de la mímesis. Películas como Metropia (T. Saleh, 2009), Muybridge’s Strings (K. Yamamura, 2011) o El congreso (A. Folman, 2013) revisan críticamente la relación de servidumbre entre el medio animado y las películas de imagen real de la industria hollywoodiense.

  3. Y, sobre todo, por mi enorme querencia por un género relacionado con esa aspiración realista contra la que predicaba.

Hoy hablaremos del costumbrismo hecho anime: el género slice of life.

El slice of life es ese arte de convertir en drama lo cotidiano de la vida. Ahora bien, no esperen encontrarse aquí ni con el realismo más comprometido, ni con angry young men, ni con extranjeros entre el centeno. La expresión de este género en la animación japonesa comercial, lejos de ser militante en la denuncia de las injusticias del día a día, se presenta en su forma más común como la agridulce revisión sentimental de la época de instituto y de los primeros años de universidad. Es decir: First World Problems. El terreno es fértil para el cultivo de historias del coming of age seinen, esas narraciones sobre los sinsabores de convertirse en adulto, siempre en combinación con la habitual hibridación con todo tipo de géneros, y que ha redundado en iteraciones que abarcan buena parte del espectro visible: muy cómicas (WataMote), muy trágicas (Las flores del mal o la traumática School Days), de bello trasfondo musical (Sakamichi no Apollon) o de imaginario preciosista (Nazo no Kanojo X).

Muchas veces he intentado racionalizar por qué disfruto tantísimo con una forma animada que, a priori, debería resultarme algo más que un placer culpable. Me explico. Por un lado, el anime slice of life representa una aproximación aún mayor que la de Disney al cine de imagen real: en contadas ocasiones la fantasía perturba ese idilio que tiene la animación en los títulos más puros del género con la capacidad mimética. Es más, en Las flores del mal, uno de los últimos títulos de impacto del género, se rescata sin pudor la rotoscopia, una técnica que desde su aplicación en los años 1920 ha sido señalada como uno de los mayores cerrojazos para la liberación de la animación de la losa de lo real.

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Rotoscopia dura en la adaptación de Las flores del mal (Aku No nana, H. Nagahama, Zexcs, 2013)

A lo pacato del resultado de la animación mimética hay que sumar a la lista de reproches lo profundamente conservador de los argumentos. Como aquella gente que no puede evitar sentirse algo culpable por disfrutar de esas odas a la burguesía acomodada que son las películas de Woody Allen, mi querencia por este género me resulta algo conflictivo por el regusto que toman sus desenlaces. Es costumbre que la progresión dramática del género convierta en el drama central del argumento la asimilación de que todo lo desarrollado en el campo de pruebas que es la juventud regulada —desde los clubes vocacionales (banda de música, deportes, arte, etc.), los amoríos, y, en general, aquello para que no sea ponderable curricularmente— va a dejar paso a una vida adulta gris y estándar. Una premisa que los protagonistas asumen con una resignación que se convertirá, en esos flashforwards finales tópicos y típicos de cuando lleguen tarde del trabajo a casa, en la nostalgia de la vida insignificante de un individuo más. El más flagrante de los ejemplos tal vez se de en el cruce del yaoi o Boys Love con el slice of life: los trágicos romances homosexuales de los y las protagonistas están condenados a acabar (y acaban) toda vez se gradúen del instituto/universidad y pasen al heteronormativo mundo adulto.

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Primera portada y una página del manga de Genshiken (S. Kio, 2002-6): grandes síntesis del género slice of life

Tal vez todo esto no sea más que yo resistiéndome a admitir ser una víctima más de la calculada demografía de los sectores culturales japoneses y a la inevitable identificación con los alienados protagonistas (generalmente el beta-male de turno). El fragmento anterior de Genshiken pertenece a la entrada en la universidad de un otaku y su inevitable caída en la organizada red de los clubes universitarios de subcultura de Japón, los principales motores de la producción derivada de ficción del país. Probablemente mi idilio con Genshiken se puede deber a que entré en ella en el momento de máxima expansión de la cultura japonesa en España, en esos primeros 2000 en los que no sólo se editaba más manga que nunca, sino que canales de televisión por cable como Buzz o Aniplex llenaron su parrilla con animes difíciles de ubicar para los que estábamos acostumbrados a la dieta shōjo-shōnen-kodomo de la autonómica de turno. A través de este sencillo retrato longitudinal de este grupo de jóvenes descubrí que otro anime, incluso el más sarcástico con su propio público como es el caso de Genshiken, era posible. Por su relectura del slice of life desde un punto de vista muy cercano al de los círculos de cosplayers y de dōjinshi, Genshiken se convirtió para mí en una ventana a la vida otaku de Japón y me permitió acercarme, desde la distancia, a una realidad no tan ajena.

La otra representación fetiche que propongo como epítome del slice of life son los endings de Kare Kano (H. Anno y K. Tsurumaki, Gainax & J.C. Staff, 1998-1999), complemento nostálgico arrebatador a ese lío shōjesco adaptado a la pequeña pantalla por un Hideaki Anno post-Evangelion. Estos travellings por pasillos vacíos son para mí, como todo manga de Jirō Taniguchi, un bello recuerdo de una vida no vivida y por la que, paradójicamente, siento una gran nostalgia.