Ojalá nunca hubiera tenido que escribir algo así, pero no quiere engañarme a mí mismo. Allá voy. El último disco de Nacho Vegas, El manifiesto desastre, me parece normalito, algo vacío, carente de sustancia, falto de emoción y artificial. El problema es que estoy comprobando que este parece ser el camino elegido últimamente por el gijonés. Un camino, a mi parecer, muy equivocado.

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Siempre tuve en un pedestal a Nacho Vegas. Él, junto a Interpol, lograron cambiar mi mentalidad musical para siempre. En mi vida musical, existe un antes y un después de Nacho Vegas.

He entrado en catarsis infinitas veces escuchando el interminable fade-in de Noches Árticas; he leído una y otra vez la letra de Ocho y Medio y he llegado a la conclusión de que es imposible escribir mejor una canción; se me han quedado clavados en la mente, para toda mi vida, los acordes de piano de El mundo en calma; he intentado conciliar el sueño imaginando durante muchas noches qué aspecto debe tener el ‘Loco’ Tomás; he pensado que yo era el hombre que casi conoció a Michi Panero; me he reído escuchando la Historia de un Perdedor, he llorado con las similitudes que ciertas experiencias personales reflejan en Autoyuda; he soñado con follarme a una puta en Amsterdam mientras a mi lado, sonriente, un tipo con aire extraño mueve los dedos y los brazos tocando Gang Bang. Todo esto y mucho más, es lo que Nacho Vegas representa para mí.

Sin embargo, desde aquel disco llamado Verano Fatal, que sólo llegué a escuchar una vez, sus canciones ya no despiertan estas emociones en mi ser. Nacho Vegas siempre ha sido un gran letrista, quizás el mejor, pero a mi siempre me encantó su faceta musical. Instrumentos inauditos, ritmos hipnóticos, guitarras que nadie pensaba que iban a aparecer, todas estas cosas eran habituales en Nacho Vegas. Cada canción, era una sorpresa: ¿Qué es lo que vas a hacer ahora, Nacho?

Pero aquello ya pasó. Ahora, el asturiano se ha ‘apalancado’ en la comodidad del cantautor: para que vamos a trabajarnos la música si lo que importan son las letras. Y, guitarra acústica en mano, la fama de Vegas ha ido creciendo, a la vez que mi camino y el suyo empezaban a tomar distintas direcciones.

Debo decir, sin embargo, que sería estúpido por mi parte asegurar que El Manifiesto Desastre es un mal disco, porque no lo es. Es un buen disco. Pero no para Vegas. O no para lo que Vegas representa para mí. Rrecuerdo una crítica que leí en una revista sobre el disco en la que decían: Nacho Vegas ha conseguido que cada disco suyo no deba suponer un salto, sino dos. Y quizás tengan razón. Quizás le estoy pidiendo demasiado. Quizás estoy siendo víctima de mis exigencias desmedidas. Porque sólo una persona que me ha provocado sentimientos así de fuertes, puede decepcionarme tanto. Por eso, le voy a dar a Nacho todas las oportunidades que hagan falta. Realmente espero que algún día, aunque sea después de unos cuantos discos infames, vuelva a despertar en mí aquellas añoradas sensaciones. Mientras tanto, me dedicaré a escuchar Morir y matar, soberbia canción que cierra El Manifiesto Desastre, deseando que Nacho cambie de dirección, y que algún día volvamos a caminar juntos por el mismo sendero.

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