Vamos allá, una última vez: en 2007 empecé el doctorado en game studies y en 2017, ya doctor, me empecé a plantear esta lista como repaso vital o como renovación de votos. Empecé a escribirla en 2018 y me ha llevado casi dos años, sirviéndome para pensar y explorar entrada a entrada. Una década me parecía un periodo redondo y ahora veo que 2016 es un buen momento para quedarse: por una parte, ese año se publicó la reescritura de mi tesis como libro, Libertad dirigida: una gramática del análisis y diseño de videojuegos, lo que sirve de broche al repaso de esa etapa académica; por la otra, hay varios elementos aquí que suenan a fin de una etapa y a inicio de la siguiente, y en esa que se abría (con PSVR en el mercado, Nintendo Switch a la vuelta de la esquina y la industria más dividida que nunca entre superproducciones insostenibles, mecánicas de casino y juegos independientes en busca de sentido) todavía estamos inmersos, por lo que me falta la distancia suficiente para juzgarla. Quizá en 2027 pueda empezar la segunda parte de esta serie. Por ahora, la última lista acaba con:
THE LAST GUARDIAN
Qué balón de oxígeno ha sido Fumito Ueda para el videojuego. Durante quince años, su trilogía conceptual Ico, Shadow of the Colossus y The Last Guardian ha servido al medio como fuente de inspiración y listón con el que medirse, hasta el punto de estar cerca de convertirse en un referente quemado. Parte del abuso, seguro, es culpa de los que nos dedicamos a hablar del medio, pues invocar a Ueda es casi un blindaje de legitimación (una legitimación peligrosa, porque, a fin de cuentas, si ése es el techo, ¿por qué nos conformamos con tantas mediocridades que elevamos a obra maestra?). La industria ha sabido explotar ese entusiasmo con campañas tan infames como aquella de de Sony, «¿Es The Last Guardian arte?», pero el caso es que la trilogía, si nos salimos de la adoración acrítica, aguanta. La reinvención en 3D del cinematic platformer que empezó con Ico sigue aquí con una escala vertiginosa (¿son estas las mejores ruinas vistas en un juego?) y Trico es una criatura viva y maravillosa cuya mera compañía ya alegra. Por desgracia, The Last Guardian puede verse también como el canto de cisne de una manera de hacer juegos, por tomárselos en serio sin complejos ni imposturas. Pero sus semillas, como antes las de Ico y Shadow of the Colossus, están plantadas. Cada año nos llega un «mejor juego de la historia» que la memoria colectiva olvida pronto, pero The Last Guardian sigue ahí, hecho para durar.
KIRBY: PLANET ROBOBOT
Todos los Kirby principales pueden verse como variaciones sobre un mismo tema (lo que es una forma amable de decir que todos son un poco más de lo mismo), y todos suelen construir esas variaciones sobre un gimmick que los distingue. Triple Deluxe, de 2014, utilizaba unas 2D en diferentes planos heredadas de Virtual Boy Wario Land y Planet Robobot añade robots por todas partes y segmentos en los que Kirby pilota uno de los mecha más adorables de los que hay memoria. Esto, unido a un diseño de niveles muy pulido, una gran musicalidad y buenos momentos de espectáculo, hace de Planet Robobot mi Kirby moderno favorito (con mención de honor a Blowout Blast), lo cual es decir mucho.
PONY ISLAND
El «juego maldito», sobre todo el «juego maldito de PSX», se ha convertido rápido en un concepto común en el videojuego independiente, casi un cliché. En el último lustro hemos acumulado entradas suficientes (OK/Normal, Haunted PS1 Demo Disc 2020, Calendula) para empezas a considerarlo subgénero, con algunas piezas brillantes (Stories Untold) y otras menos afortunadas (Doki Doki Literature Club). Todas, sea como sea, apuestan por lo mismo: la tecnología antigua aterra. Y es que hay algo en la fealdad de las primeras 3D que se acerca a la pesadilla, como demostró no hace mucho Paratopic; algo en el glitch y la distorsión, una vez superados por la tecnología, que apunta a lo fantasmal, a esa presencia controladora que siempre intuímos al jugar (véanse Jumanji o la ouija). El glitch rompe el juego y destapa al tramoyista maligno, nos enfrenta a él. Pony Island hace esto con gracia y malignidad, y decir más sería robarle la sorpresa.
WE BECOME WHAT WE BEHOLD
El ¿juego? con el que presento la media life cada año a mis alumnos de primero y uno de mis ejemplos favoritos de retórica procedural. Nicky Case, con sus «explicaciones explorables», es uno de los mejores ensayistas interactivos del momento, y lo es siempre con humor y amabilidad. No, no somos lo que miramos ni lo que jugamos, pero los medios contagian ideas y con ejercicios como We Become What We Behold pueden ayudarnos a pensar.
SUPERHOT VR
Superhot ya me impresionó con su demo de 2013 (en 2015 Shaila García Catalán y yo lo nombramos, como ejemplo de manipulación del tiempo, en nuestro capítulo en el libro Time Travel in Popular Media), así que las expectativas con el juego completo eran más que altas. Se habrán dado cuenta los lectores más despiertos de que el resultado estuvo a la altura. Un concepto de primera (reinterpretar el FPS como puzle, haciendo que el tiempo sólo pase cuando nos movemos) se ampliaba con una ejecución firme una estética memorable y una estructura llena de variaciones interesantes. La sorpresa fue que el mismo año se publicó Superhot VR, spin-off que daba una vuelta más al concepto al añadir la detección de movimiento. O sea, al convertirse en un simulador de Neo esquivando balas en Matrix, un ejercicio de contorsionismo y precisión con visiocasco. Uno de los juegos que me enamoró de la VR como medio.
GIANT TURNIP GAME
Un último recordatorio de que el videojuego es pariente del juguete (y de que existen la categoría videojuguete), así como de que uno de los placeres del juego es el pasatiempos, y eso no es menos digno que otras aspiraciones más elevadas («yo juego para desaburrirme», me decía hace poco una alumna). Giant Turnip Game: A Voyage of Vegetable Extraction! es una menudez instranscendente para móvil a la que eché muchas horas durante un viaje por Corea y Japón, un idle tap game (género montonero al que ya le he hecho algún guiño aquí) que me hizo feliz con su falta de exigencia y sus imágenes bonitas. Esto último también recuerda que otros afluentes del videojuego (especialmente del japonés) son tanto la ilustración como las mascotas. Para un fan de Kanahei y de sus «small animals» Usagi y Pisuke, algo como Giant Turnip Game tiene un atractivo inescapable.
INSIDE
Los dos juegos de PlayDead (Inside y, en 2010, Limbo) han entrado en esta lista, y pocos dobletes mejores se me ocurren. Otro plataformas cinemático oscuro y ambiguo, Inside se sostiene sin embargo por sí mismo y consigue ser mucho más que un Limbo 2. Con una atmósfera inquietante que nos hace sentir indefensos en todo momento, buenos puzles, un relato ambiguo que desemboca en un final inolvidable de ecos cronenberguianos y un ritmo fluidísimo, Inside es un «shortplay» (se puede completar en unas 3 o 4 horas) imprescindible.
HIDDEN MY GAME BY MOM!
Desde que jugué a Hidden My Game By Mom!, cada lanzamiento de hap inc. (con sus icónicos fondos azules y su improbable universo compartido) es motivo de fiesta en esta casa. La cansina fijación de parte de la cultura occidental con el «weird Japan» podría llevarnos a ignorarlo como una anécdota excéntrica, pero hay algo en este modesto juego de objetos ocultos que lo eleva: un sentido del humor tan inofensivo como creativo, una combinación maravillosa entre lo cotidiano y lo absurdo, una estética feúna que remite al manga heta-uma («bueno pero malo») y unos puzles que, pese a no ser difíciles, siempre nos obligan a repensar lo aprendido.
FIREWATCH
Todos queremos ser en algún momento Christopher Thomas Knight, el ermitaño que se pasó 27 años aislado en North Pond sin contacto con nadie. Si no fuera así, no hubieran tenido que retirar de los bosques de Alaska el «Magic Bus» popularizado por la novela Into the Wild y su adaptación a cine, en el que Christopher McCandless murió y del que cada año tenían que rescatar a unos cuantos idiotas. La naturaleza recóndita, idealizada en una idea romántica de lo salvaje, nos llama, y por eso Firewatch me atrapó tanto: captura su atractivo sin dejar de pensar sobre la trampa del escapismo. En esta misma página, en la sección «Shortplay», escribí: «Firewatch habla de personajes enfrentados a circunstancias que escapan a su control, a decisiones que no cambian nada, a huidas que no resuelven nada. […] Al hacer del escapismo su tema central, Firewatch reivindica este tipo de experiencias más allá del juego y la competición, y el videojuego como un medio capaz de llevarnos hacia lo real. No, no es posible escapar de nosotros mismos, y ahí reside el poder de las mejores ficciones.»
UNCHARTED 4: A THIEF’S END
Esta serie empezó con el primer Uncharted y no desperdiciaré el golpe de azar que supone poder cerrarla con su última entrega. Uncharted 4 parecía, antes de su lanzamiento, una secuela innecesaria por muchas razones: la marcha de Amy Hennig, la dirección de Druckmann (que hace cinco años ya resultaba cansino), el cierre más o menos claro que Uncharted 3 había echado a la franquicia, la entrada de un «hermano perdido» en el relato (tropo desesperado de las ficciones seriales agotadas)… Lo cierto es que la serie, como historia de aventuras jugable, tocó techo con Uncharted 2, y Naughty Dog empezó a asfixiarse desde entonces bajo el peso de su prestigio, obligándose a ser «algo más», a aspirar a una profundidad de la que han demostrado ser incapaces. Y aún así, Uncharted 4 está aquí, lo que quiere decir que me gustó. Y mucho. Un buen uso de flashbacks amblinescos y unas relaciones entre personajes que siguen estando bien trabajadas (pese al abuso de pullas y sarcasmos) consiguen que el «hermano perdido» sea algo más que un truco. El ennui americano de clase media que mueve el relato está tratado con, al menos, algo más de gracia que en equivalentes pop como el cine de Pixar. El final, aunque se resuelve una vez más con la familia como centro de gravedad, es digno y toca las teclas que quiere tocar. Y, sobre todo, si Uncharted 4 funciona pese a sí mismo es por mantener su sentido de la maravilla y la aventura, por no perder (mal que le pese) una mirada inocente y arcaica de lo exótico y peligroso. Le sobran horas, le sobran espacios abiertos y le sobran tiros, pero a cambio no va corto de exploraciones imposibles, emociones transparentes y vistas asombrosas. Uncharted 4 tiene lo mejor de los AAA sin dejarse hundir por lo peor. Con ese compromiso habrá que quedarse.
(También podrían haber estado aquí Yakuza Kiwami, Thumper, Mandagon, The Playroom VR, Batman: The Telltale Series, Islands: Non-places, Abzû, Doom, Burly Men at Sea, Pinout, Starfox Guard, Let’s Play: Ancient Greek Punishment: Limited Edition, 1979 Revolution: Black Friday, One Night Stand o Kira Kira Starnight DX.)
CODA:
Al principio de esta serie me preguntaba «¿qué juegos me harían seguir en esto? ¿Qué ha sostenido mi tiempo como jugador, como investigador, como comentarista cultural?». Los 100 juegos aquí presentados contestan a esto. Queda, sin embargo, una última cuestión por resolver: la de la renovación de votos. Si hace ya década y media decidía especializarme y dedicar gran parte de mi actividad profesional a este medio, ¿me ha dado ese tiempo razones para seguir una década más?
Creo que en estas diez entradas ha quedado claro lo que no me gusta del videojuego (y vienen ahora unas cuantas generalizaciones; por supuesto que a todas hay excepciones y nadie debería sentirse señalado). Un AAA desbocado, insostenible, monstruo surgido de la obsesión con el detallismo y el realismo y el mito del «crecimiento perpetuo» de la industria (un espejismo aguantado por microtransacciones, DLCs, suscripiones, servicios o ediciones de coleccionista y de «día uno»). Una exaltación hiperbólica y petulante de cada pequeño logro como hito histórico, que no deja espacio para las producciones imperfectas y las ideas modestas. Un «cebo de prestigio» constante y pretencioso que esconde, a duras penas, un complejo de inferioridad y una actitud defensiva que vienen de lejos. Una prensa que se cree parte de la misma industria que las grandes compañías y que actúa muchas veces como extensión de ellas, unos jugadores dóciles, un discurso público en el que se repiten notas de prensa de manera acrítica. Unos indies tan plagados de clichés y vicios como las grandes superproducciones y parte, en el fondo, de la misma industria. Un uso impostado de los Grandes Temas y la profundidad superficial. Más discusiones de paratextualidad y de fandoms que de los textos en sí, que siguen tan inexplorados como hace diez años. Unos consumidores caprichosos y reaccionarios instalados en la pataleta constante. Una creencia naïf, y compartida con otros medios, de que el mundo se puede salvar desde la cultura popular (cuando lo que solemos tener son compañías blanqueando sus comportamientos y su historia). Sobre todo, quizá, una memoria corta, un impulso aprendido por jugar sólo lo último y olvidar rápido, por huir del pensamiento lento (que es el único pensamiento que, a la larga, construye).
Espero que lo que sí me gusta haya quedado igual de claro: de entrada, estos 100 juegos seleccionados, y los otros tantos que se anotaban al final de cada lista como alternativas. También una industria que cada vez es más industrias y permite nichos con modelos de negocio diferentes y más razonables. Una crítica que, poco a poco, va ganando en voces reflexivas y con establecimiento de la agenda propio. Un campo en el que personas que no verían jamás Stalker o El caballo de Turín se atreven con Death Stranding. Un atrevimiento con temas complejos que, de vez en cuando, está a la altura de las circunstancias. Una creatividad que siempre encuentra su camino. Unos consumidores exigentes que señalan las condiciones de producción de su hobby y piden textos más complejos. Una voluntad, que no por idealista es menos loable, de usar el lenguaje del videojuego para discutir la realidad y mejorar las cosas. Unos jugadores que, como en el subforo de Reddit «PatientGamers«, deciden bajarse del ciclo de novedades y jugar a su ritmo. Una apreciación cada vez mayor del juego breve (nosotros empezamos con el Shortplay en 2015 y The Verge abrió una sección con el mismo concepto ¡y nombre! en 2017), lo que se traduce en un mayor respeto por el tiempo del jugador y un mayor desprecio al relleno. Una preservación cada vez mejor y más valorada. Y, sobre todo, una creciente difuminación de lo que significa «videojuego», etiqueta bajo la que caben cada vez más cosas y más jugadores.
En la actualidad juego quizá menos de lo que me gustaría pero, salvo excepciones por trabajo y rigor académico, juego a lo que me gusta. Elijo cosas manejables (la consulta a HowLongToBeat.com salva siempre de pozos cometiempos), combino producciones de todo tipo (le hago menos ascos al AAA de lo que pueda parecer aquí), no me torturo por abandonar juegos a medias, llego a ellos cuando me apetece y no cuando la novedad manda, hago el caso justo a las tendencias en los medios, me ahorro casi toda polémica en redes, paso del completismo y los logros y, esto es lo más importante, tengo siempre Taiko no Tatsujin a mano por si necesito volver a puertos seguros. Así puedo seguir, creo, hasta bien entrada esta década, y confieso que ya voy apuntando juegos para nuevas listas. Seguimos jugando, parece. Gracias por seguir leyendo. Keep on keeping on.
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