La ópera, como proceso técnico y como discurso, es una maquinaria exigente y precisa. Pocas artes dejan menos espacio a la improvisación que ella, a pocas les molesta tanto lo que no está planeado. Aquí todo ha de entrar en el segundo exacto y el centímetro correcto, pero no crean que eso le resta viveza: la clave está en hacer que lo matemático y lo relojero aparente ser orgánico. Hay que ensayar mucho para que parezca que todo fluye sin ensayo. Esto, que es tan obvio, no acaba uno de comprenderlo hasta que le dejan colarse a un ensayo a puerta cerrada y ver cómo se articulan los engranajes para la fiesta. Precisamente lo que yo, tío enchufado y con suerte, tuve el lujo de hacer con el ‘Turandot’ del Teatre Principal.

Se lo adelanto, por si no lo ven venir: el estreno fue un éxito, una función sólida, ágil, fluida, con una Eugenia Bethencourt poderosa en el papel de la impasible princesa, un Eduardo Sandoval valiente y arrollador como el príncipe Calaf y una Maia Planas que se adueñaba de la escena como la esclava Liú. Ping, Pong y Pang (a quienes daban cuerpo y voz Rodrigo Álvarez, Antoni Aragón y Bartomeu Guiscafré) se presentaron con un equilibrio exacto, enérgicos pero entregados con sinceridad a la melancolía, guiñolescos pero no vacíos. La orquesta, como siempre, sonó bramante, el coro aprovechó su protagonismo más que nunca. El trabajo escénico fue dinámico, articulado con mucho sentido narrativo y poco artificio, sacando el mejor partido a unos recursos escasos. En resumen, todo bien.

Se lo adelanto también, por si no lo ven venir: pocos días antes, en el ensayo, nada parecía funcionar.

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Un momento del ensayo.

Entro por una puerta lateral del Teatre Principal, guiado por Quico Cañellas (quien a estas alturas ya se ha confirmado como un excelente y entusiasta divulgador de la ópera), y sorteo intérpretes a medio caracterizar, figurantes nerviosos y operarios enfaenados. Todos ellos, se diría por sus caras, comprenden la importancia de su deber. El ensayo de hoy es sin vestuario ni maquillaje, con el coro completo y un piano supliendo a la orquesta: las piezas están ahí pero se plantean como un enigma, como un rompecabezas desmontado que hay que construir con la imaginación.

Me fijo en el atrezzo y en las caracterizaciones a medias. Veo venir una ‘Turandot’ carnavalesca, colorida, casi una caricatura festiva, muy alejada de los experimentos estéticos del ‘Rigoletto’ que abrió la temporada, del desabrido clasicismo de la ‘Tosca’ que la continuó o de las pictóricas excursiones del ‘Otello’ que antecedió a la obra de ahora. Éste va a ser un Beijing de mentirijillas, de estampa turística y nostalgia, de celebración del tópico como escenario. Lo que encaja perfectamente con la propuesta de Puccini: ‘Turandot’, recordemos, adapta una comedia dell’arte.

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Ping, Pang y Pong practicando el principio del segundo acto.

El escenario confirma mis impresiones. Un pórtico oriental, unas escaleras y algunas plataformas móviles conforman toda la arquitectura. Quico, muy humilde, excusa su modestia. Es cierto que en frío, sin composición escénica ni trabajo de luces, el bajo presupuesto se nota, pero intuyo los mimbres necesarios para cumplir y me llaman la atención un par de abanicos gigantes colocados a los lados. En las funciones servirán también como telón para proyecciones que anuncian los actos y dan color, pero eso aún no lo sé.

El ensayo comienza y los engranajes empiezan a colocarse en su sitio. Hay gente en tejanos que busca sus marcas en las tablas, repeticiones de frases (el «diez mil años» del coro se prueba más de diez veces, todas con una cadencia diferente) y un trajín constante con las plataformas y escaleras en escena. No por nada algún crítico la llamó «la Turandot móvil» la temporada pasada. Los abanicos suben y bajan, ahora el uno, ahora el otro, luego los dos, haciendo las veces de telones intermedios, y en más de una ocasión están a punto de golpear a algún figurante demasiado pegado al foso. Cuando al fin le toca el turno a Bethencourt, la voz le abandona (por lo visto, una faringitis traicionera) y su aria se practica en un curioso playback.

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El amigo Pedro Macías nos llevó a maquillaje, donde pudimos ver a Quico convertirse en sabio. O en Gandalf.

Es una sensación fascinante estar agazapado a oscuras en la platea vacía y ser testigo de estos incidentes y desajustes. Uno no disfruta de la obra en sí (es imposible dejarse atrapar por su relato o su musicalidad), sino que puede comprender y apreciar el objeto artístico en tanto que artefacto. Maravillarse con el proceso, con la proeza, con el cómo se hace. Entender mejor la coreografía y las decisiones estéticas, tener tiempo para preguntarse por qué y para qué se da cada paso.

Así, el día del estreno uno se encuentra con varios placeres: el de la música y el movimiento, el de conocer el esqueleto debajo del músculo y el de sorprenderse al completar lo que vio a medias. El baile de plataformas sobre escena, por ejemplo, compensa todas las carencias de la decoración y crea interesantes juegos narrativos, como cuando el príncipe se enfrenta a las tres pruebas de Turandot y los laterales de su pedestal se van cerrando sobre él, aprisionándolo, o como cuando en la luna se revelan las sombras (chinescas) de los personajes. Siempre hay alguien montando y desmontando algo, siempre hay algo que hacer y contar mediante acciones.

Así fue la función. Sí, ésta es la ópera del ‘Nessun Dorma’.

Los intérpretes están todos estupendos. No hay ni rastro de la afonía de Bethencourt, aunque acaso por saber de su preocupación la noto un poco atemorizada y estática, pero nada que merme su firmeza vocal. Maia Planas, ahora ya convertida totalmente en la esclava, hace latir el corazón pucciniano de la obra y me hace cuestionarme si el maestro no debería haber rebautizado su ópera como ‘Liú’. El coro, que lleva la voz cantante, compone una estampa compacta y segura. Hasta a un par de acróbatas de capoeira (que me cogieron a contrapié en el ensayo) les encuentro la gracia, una licencia que subraya el tono circense y festivo de la figuración.

‘Turandot’ es un magnífico fin de fiesta, una despedida de temporada que cierra con un tono más alegre y amable que las tragedias anteriores y en la que todos sus implicados han puesto pasión y un sentido de la responsabilidad plausible. Hay que ensayar mucho para que parezca que todo fluye sin ensayo.

V

Así fue la XXVIII Temporada de Ópera del Teatre Principal:

Rigoletto o los 120 días de Sodoma

– El trágico beso de Tosca

Otello, tempestad y naufragio

Esta serie de crónicas y la iniciación a la ópera que reflejan no hubiera sido posible sin Quico Cañellas, Pedro Macías y la asociación Amics de l’Òpera. A todos ellos, gracias.