Es porque lo verdadero no es demasiado bonito de ver
que lo bello es,
si no su esplendor,
al menos su cobertura.
Jacques Lacan, Seminario 7.
The Neon Demon habla desde la superficie, tanto que muchos espectadores y críticos lamentan que la historia haya caído en el fondo y aparezca como excusa de hilvanado. Pero los brillos que lloviznan sobre el título ya nos advertían, así como la trayectoria de neones de Nicolas Winding Refn —quien se quiere autor, e incluso marca, en tanto que firma el film con su iniciales. Sin embargo, la superficie no es nada superfluo ni banal, más bien todo lo contrario: en la superficie de las imágenes se presentifica algo que no se puede ver. Y nos atraveríamos a decir que aquí lo que no se quiere ni ver ni saber es que aunque hay mujeres no hay LA mujer como categoría o lógica universal.
The Neon Demon, Nicolas Winding Refn, 2016. Arch of Hysteria, Louise Bourgeois, 1993.
Los fotogramas minimalistas y Kitsch de NWR, que parecen cuadros vivientes del Paul Delvaux más erótico, siniestro y macabro con la añadidura del color que tiñe el terror en Suspiria (Dario Argento, 1977), arman un profundo retrato trágico —sería un trampa pensar que la posmodernidad evacua la tragedia—. The Neon Demon imagina el desfile de aquellas esculturas que descartó Pigmalión. El mito aflora en los albores de nuestra cultura. Ovidio cuenta en el libro X de la Metamorfosis cómo Pigmalión, rey de Chipre, pasaba las horas esculpiendo figuras femeninas hasta dar con una tan perfecta que pedió a Afrodita que le diera vida. La diosa mandó tres lenguas de fuego sobre la figura de marfil. Pigmalión la besó, notó tibios sus labios y lentamente se hizo Galatea. Precisamente porque LA mujer no existe (como dice el mal entendido aforismo lacaniano) el hombre insiste en crearla.
Pigmalión y su imagen: The Heart Desires, Edward Burne-Jones, 1878 (izquierda).
Obra de Paul Delveaux (1897-1994) (derecha).
El Pigmalión en The Neon Demon es el fotógrafo —metonimia de la industria de la moda— que esculpe con luz dando consistencia imaginaria a la belleza pulida de las mascaradas femeninas. Así, la fotografía vuelve a congelar a Galatea. Esto es: la imagen fija fija la perfección. Y es que precisamente Galatea es perfecta porque, aún helada, no habla. Si habla tiene un cuerpo gozante que falla. Desde el psicoanálisis se sabe que la palabra ara el cuerpo y que todos los amores y todos los problemas comienzan cuando uno se pone a hablar, al tiempo que el horror nos roba todas las palabras.
La primera impresión nos presenta la cinta como una crítica a la voracidad de la industria de la moda y a la mujer como objeto (esto es detenida como sujeto deseante). Sin embargo, si seguimos escuchando el film como texto advertimos que las mujeres no sólo son víctimas y objetos de un sistema despiadado sino que alguna responsablidad subjetiva tienen: hay algo del goce femenino que sostiene, muy a su pesar, esa tragedia. El goce femenino es insondable y escurridizo, frente al goce masculino que es más patente y decible. Por ello, la mujer es atravesada por un enigma tal que le es difícil retirar la mirada y la imaginación de otras mujeres en el horizonte. Prefiere creer que alguna sabrá sobre su goce. Dice además Pilar Pedraza en Maquinas de amar: «Hay una fantasía flotando, tenaz, en nuestra cultura desde hace siglos: la de que el hombre creó a la mujer. Y otra aún más osada, que procede de ella: la de que el hombre produce criaturas femeninas más hermosas y mejores que las mujeres, con las que puede sustituir a éstas para lo bueno y para lo malo, para el amor sublime y para la paliza mortal» (1999: 19). Así pues, ellas también dan consistencia a lo que no hay, LA mujer, e incluso insisten en crearla. Sin embargo, en su lugar aparece un ideal pesado que conduce a lo peor.
The Neon Demon, Nicolas Winding Refn, 2016.
Ya desde su superficie The Neon Demon se toma muy en serio la soledad y el dolor del goce femenino en un mundo de galateas descartadas. La escena de la primera fiesta marca el descenso a los infiernos de la dulce y bella Jesse (Elle Faning). En una sala en sombras, donde flota un cuerpo muy similar a la escultura Arch of Hysteria de Louise Bourgeois (1993), el parpadeo de las luces y del montaje enganchan un duelo de miradas femeninas, precisamente donde se teje lo trágico por venir. El enigma de la feminidad que encara la mirada a las otras crea una Galatea aplastante. Y la identificación a la Otra mujer (el goce femenino se presenta también Otro para sí mismo) es tan radical en el film que se la incorpora en el propio cuerpo. La brutalidad del trayecto —de las imágenes y las miradas a lo real de la carne y los ojos— no disimula sino acentúa la verdad que hay bajo la belleza de las imágenes: ni comiéndose a una, hay LA mujer. Por lo menos, como dice la psicoanalista Margarita Bolinches, quien come no está solo.