A la ópera hay que ir con alguien que te la explique pero, ante todo, con alguien que te contagie su pasión por ella. Este arte escénico, pese al ya trillado debate de culturas y alturas, ofrece un buen puñado de placeres inmediatos. Por ello me dejo enredar nuevamente por Quico Cañellas, apasionadísimo integrante de Amics de l’Òpera (quien ya me descubrió un estupendo recital de Wagner), y me planto en el ‘Rigoletto’ que se representa en el Teatre Principal de Palma.
Días antes del acto Quico apenas puede contener su entusiasmo. Nos habla del tenor, de Verdi, de representaciones anteriores, con una ilusión desbordante. Es fácil dejarse convencer de que uno va a asistir a una fiesta de primera. Ir a la ópera se convierte para mí en una fecha señalada y anticipada y por poco me paso la tarde antes a comprarme un sombrero de copa.
Foto: Última Hora
Quico nos recomienda leer la trama de la obra con anterioridad para no despistarnos con sobretítulos («la ópera», decía aquel, «en cualquier idioma menos en el mío») ni complicaciones narrativas. Eso me hace plantearme la relación que hay en ella entre música y relato: claramente, el segundo es un vehículo para la primera. Vehículo imprescindible y vertebrador del entramado emocional, pero vehículo al fin y al cabo. No me parece mal y caliento también repasando algunas grabaciones que la red me ofrece. Ojo, spoiler, el tercer acto arranca con ‘La dona è mobile’ y la cosa no acaba cuando canta la gorda.
En la representación participa Pedro, compañero de trabajo y regular del Coro del Teatre Principal, quien me explica las peculiaridades de la adaptación: se respeta el libreto de Piave (basado en una obra de Víctor Hugo) pero la Mantua del siglo XVIII se cambia por la más desconocida y sórdida Saló en el siglo XX. Por un lado, me atrae el juego de recontextualización, pero por otro lamento no ver una ópera fiel al original (sólo he visto una antes, ‘Manon Lescaut’ en Viena, y se llevaba la cosa al siglo XX entre pasarelas de moda; ahí queda eso). Me desquito viendo la cinematográfica grabación de Jean-Pierre Ponnelle y me río de mí mismo por purista analfabeto.
La llegada al Principal confirma aquello de la fiesta. Hay bullicio y ganas de jarana y, aunque veo algún pomposo abrigo «de señora» y algún tonillo gris de ministro, el paisanaje medio es, a falta de otro adjetivo, de lo más común. Más tarde Quico me dirá que uno de los logros de Palma es haber rebajado la pose del espectador de ópera, haber desterrado las corbatas y los aristócratas. Tampoco me imagino a nuestra clase política discutiendo las bondades del canto in maschera, pero a lo mejor ése es otro prejuicio.
La obra, vamos allá: se abre el telón y aparecen unos créditos proyectados sobre un escenario con transparencias. «Una ópera de Verdi», rezan, y a mí se me revolucionan todos los sentidos fílmicos. La primera escena juega a confundirse con el original y presenta al Duque y sus acólitos vestidos de época, aunque todo resulta ser una fiesta de disfraces en la decadentísima república fascista.
Me asomo al foso (tengo unas vistas de lujo, cortesía de nuestro anfitrión) y veo una orquesta a plena potencia, calibradísima, viva. Arranque bruto con ‘Questa o quella’, temazo que es todo tronío. Las aspiraciones de Verdi enseguida me quedan claras: componer una ópera-río, agilísima, llena de duetos, tríos y coros encadenados, sin apenas espacio para el aria o el respiro. Se ve que la definió como «revolucionaria» y no lo voy a discutir; acaso por eso se me van a pasar las tres horas en un suspiro.
Había leído críticas del estreno y señalaban cierto desajuste pero hoy aprecio (y me lo confirman mis acompañantes) una máquina precisa y encajada. Además de la orquesta, una banda acompaña la fiesta tras el escenario y alguna vez se traga las voces, pero de forma casi anecdótica. El coro masculino brama y conduce el asunto con firmeza; Jaime y yo nos entretenemos con la anécdota y buscamos a Pedro en nuestro particular ‘Dónde está Wally’.
Foto: Última Hora
Para la segunda escena la ubicación en Saló es ya manifiesta y, una vez contenido el exceso inicial, me detengo a apreciar la iluminación atmosférica, la increíble escenografía y el trabajo de los intérpretes. El mexicano Genaro Sulvarán es un Rigoletto atormentado y esquivo y Maia Planas construye una Gilda adorable. En esta función se encarga del Duque el segundo tenor, José Manuel Sánchez, quien además de cumplir en lo cantado actúa con muchísima convicción. Desde mi palco puedo ver bien sus gestos y pienso que casi actúan para el primer plano. La ópera, me atrevo a decir desde mi ignorancia, no es sólo cantar y estos tres intérpretes dibujan de lujo sus personajes.
Los temas son breves, bien hilados, y hay algún cambio de escenografía a la vista que no estaría fuera de lugar en un musical moderno. Para el segundo acto, abren con una pantalla de tul que simula la humareda de una sala de juegos privada en la que el Duque, vividor con sed insaciable de placeres, recibe un trabajo de rodillas de su Marylin particular. De nuevo, la decadencia está justificada y nunca es gratuita; la perversión de los personajes sale a la superfície con una inmediatez muy contemporánea.
Foto: Amics de l’Òpera
Gilda, la hija de Rigoletto, ya ha sido secuestrada y mancillada y algún dueto con su padre me hace derramar lagrimilla. Se avecina una venganza poderosa (ahí estaba el asesino Sparafucile, aquí ataviado casi como un villano de Indiana Jones) que acabará en tragedia gorda. Pero antes, un descanso.
Aprovechamos la pausa para una visita guiada a las entrañas del Teatre que nos hace sentir la mar de VIP y privilegiados. Quico nos cuela tras el escenario (tocamos el cartón piedra, Jaime confiesa una vocación perdida de escenógrafo), pasamos por los vestuarios, felicitamos a Pedro, charlamos con sus amigos del coro y hasta visitamos a la soprano, que hace punto en su camerino para relajarse entre acto y acto.
«Máscaras aquí». Tras el escenario.
Todo me parece muy entrañable y familiar y cargado de historia: uno habla de aquella función de Turandot, otro recuerda cómo le costó ensayar el día que faltó su pareja de canto, el de más allá remite a una batallita ya legendaria. No es mi primera visita a un backstage pero sí al de una cosa que uno imagina con tanta pompa y severidad. No hay divismo y sí chanzas entre colegas: otra vez lo de los prejuicios y la realidad.
Volvemos a la función. Los barrios bajos del tercer y último acto tienen, de nuevo, una escenografía riquísima, brumosa, y uno casi cree que está a punto de estallar una tormenta sobre las tablas. El Duque entona al fin ‘La dona è mobile’ y poco después llega el cuarteto entre Rigoletto, Gilda, Sparafucile y Maddalena: una explosión de música brava, de fuerzas tempestuosas chocándose en formas perfectas de azar, que cuesta no escuchar en pie y con la mano en el corazón. Llega la lluvia y con ella un estupendo efecto especial que Quico nos anticipaba desde el inicio de la noche como un niño malicioso. No revelaré el truco pero les juro que según mis ojos allí, dentro del teatro, caía agua.
Así se construye la Saló de Rigoletto.
Pedro, ya liberado de las labores del coro, se une a nosotros justo a tiempo para la cristalización de la tragedia. La venganza se tuerce del modo más romántico y melodramático posible (¿spoiler, supongo?) y Rigoletto maldice al aire. En un giro que no sé si encaja con el original o supone una licencia moderna, saca una pistola y apunta contra sí mismo. Baja el telón, un rótulo proyectado anuncia el fin y nunca se escucha el disparo. Lo que sí escuchamos es nuestro aplauso, muy entregado, y me digo que no será cosa mía si los que tienen cara de saber se dejan tanto las palmas.
He ido a la ópera y he disfrutado de principio a fin, me he dejado atrapar por el drama y la música y he salido entusiasmado, compungido y feliz. Incluso he conseguido olvidar por obvio, aunque aquí lo haya recuperado para ustedes, el ya tópico discurso de la ópera en vaqueros. Lo repito: puede usted ir a la ópera totalmente pez y flipar igual. O por si lo quieren en forma de titular, o de tuit: la ópera (o al menos, el ‘Rigoletto’ del Teatre Principal de Palma) mola.