El otro día alguien, muy ajeno a la farándula de la comunicación, se sorprendió de que yo trabajara de periodista en un diario, de que fuera ahí cada día, a escribir, y de que cobrara como en cualquier otro oficio. La perplejidad por desconocimiento debería llevarnos a la duda por ontología y a preguntarnos: ¿de verdad me están pagando por escribir esto?. ¿De verdad esto tiene un precio?. A mí me también me pasa y me fascino con cómo la gente se gana la vida a veces y se monta profesiones impensables, con su cotización, su Seguridad Social y su todo. En algunas entrevistas a personajes peculiares, me dan ganas de zanjar secamente los discursos y preguntar con brusquedad, sacando al director de cuentas que llevamos dentro, por el dinero que obtienen, por cómo, detrás de ese proyecto con lacito que te venden, hay una fea declaración de impuestos y un saldo final, prosaico y necesario, doloroso a veces.

Todas las ilusiones, las utopías y la autorrealización, e incluso las ideas tremendas por su ingenio, acaban en un Excel potencialmente amargo. Con aquella célebre guía de ‘un pico y una pala te daba yo’, soy como los planos de recurso de las noticias en el telediario, que tienen dos opciones para ilustrar el concepto de trabajo (generalmente para cuestiones estadísticas de paro): poner a gente en oficinas impolutas, ante un ordenador, o bien en obras grandotas en la ciudad, percutiendo con el martillo neumático. A esa idea llego viendo siempre en el mismo lugar a una furgoneta dedicada a la ósmosis doméstica, cavilando de dónde sacará el montante esa gente para mantenerse (recuerden que algo parecido le pasó al padre de Joaquín Sabina. En el lecho de muerte lo último que hizo fue preguntarse de dónde cogían tanto dinero las diputaciones, y se fue, como todos, con el enigma a la tumba).

trabajo

Luego resulta que sí hay gente que subsiste como ciclista-fotógrafo de Google, probadores de cama, mascotas, maquilladores de muertos, recogedores de pelotas de golf bajo el agua, testadores de toboganes, tajadores de lápices o delanteros centro del FC Ascó. Capar papagayos y sexar pollos son otros quehaceres a los que se les puede dispensar cierto cariño pero la extrañeza te domina cuando sigues viendo a personas que viven diseñando jardines. Me gustan las profesiones simples, sin artificios ni edulcorantes, que se explican con una palabra. Sólo por la estética sencilla, alguna vez deseé vagamente ser mecánico, igual que Kiko Veneno estaba dispuesto a ese sacrificio. El cantautor Pepín Tre, en esta canción paralela, le ofrece en el cortejo a la amada su profesión de tornero, fresador y matricero, empleos de taller, hidalguía y nobleza, trabajos de palpable rudeza que alcanzan un valor humano tangible y que son un botín valiosísimo en cualquier negociación de los sentimientos.

Uno no puede mendigar amor ni nada diciendo que es adjunto a la dirección general de algo, business angel o community manager de una multinacional, por mucha nómina que nos granjeemos. Desconfíen de un perfil al que haya que ponerle muchos adjetivos detrás y que haya que explicar usando los conceptos sinergia, procesos, planificación y consultoría. Mi primo hace ventanas de aluminio, yo páginas de un periódico, uno fabricará plásticos, ese pintará carreteras, otro conducirá aviones y aquel arreglará grifos. Manejar un toro, conducir una carretilla o usar un gato hidráulico son rasgos de ser humano íntegro y maduro e, incluso, garantizadores de cierta inteligencia emocional. Si no, al final, nos cargaríamos el romanticismo y toda la magia del cuento.

Tres canciones, 281. La elección de Raúl

PEPÍN TRE – TORNERO, FRESADOR Y MATRICERO