Cincuenta y cuatro eurazos y algún céntimo me cuesta llenar el depósito de gasolina. Bueno, el concierto es gratis. Vuelvo al coche, aún agotado tras una larga semana en el Rec (concretamente, con el seminario «Música visual«, que ha salido estupendo) y nos dirigimos a casa de Enrique. Ya juntos, ponemos rumbo a Barcelona, al minifestival Plaça Odissea. Allí nos esperan, si la lluvia lo permite, The Raveonettes: volvemos a estar de peregrinación.
Saludamos la nueva autovía, que facilita un poco las cosas. El primer peaje, aún así, llega pronto. ¡Ay, bandidos! Enfilo por el camino de siempre y a tirar millas. La ruta de los conciertos, podríamos llamarla, ese pago inevitable que implica vivir en la órbita de una ciudad grande, tan cerca como lejos de ella. Aquí nos encuentra el atardecer, una vez más, y van. Casi veo los surcos de mis ruedas en el asfalto.
Los daneses se nos escaparon varias veces en Barcelona y otra más en Zaragoza. Allí, recuerdo, me llevó la última gira de Héroes. También, a toda prisa (gané las entradas en un concurso el día anterior), a Valencia. Pienso en aquel viaje que al final no fue para ver a Damien Rice en Wembley; en Joan, que quería ir a la capital inglesa para el concierto de Flight of the Conchords; también en Vegas, Bunbury y Loquillo, siguiendo a Dylan de vivo en vivo. Peregrinos todos.
Se hace de noche. A. gira la manivela de un llavero-linterna para continuar repasando un trabajo y Enrique y yo hablamos de doctorados, congresos y demás cosas que no acabamos de entender (el debate sobre sexo vendrá luego). Nos ha dicho Geor que la lluvia no pasará de amenaza, pero de todos modos trazamos un plan: si hay diluvio, nos volvemos, si la cosa es tolerable, continuamos. Los peajes siguen calentando el plástico de la tarjeta. Bueno, el concierto es gratis.
Primeras gotas, primer susto. Me preocupo al aumentar la intensidad del limpiaparabrisas por segunda vez. ¡Ya está, ya la hemos jodido!: la lluvia se vuelca sobre nosotros sin contención, el mundo convertido en una serie de reflejos difusos sobre negro. Bajo marchas. ¿Qué hacemos?
Decidimos tirar adelante; de todos modos hay que llegar a Martorell. La cosa remite, vuelve con timidez, explota, remite. Intentamos no pensar. Nos colamos en las rondas, con su absurda limitación de velocidad a ochenta, y nos encomendamos a san Alfaro. Luego las vueltas de rigor por la ciudad hasta encontrar la maldita Plaza Odisea (¡era el Maremagnum!) y a aparcar el vehículo. Serán siete euros. Bueno, el concierto es gratis.
El escenario está montado y hay gente esperando: ¡habrá actuación! La apuesta ha salido bien; ya más tranquilos, acordamos recargar pilas en un FrescCo. Tras los cristales comienzan a oírse las pruebas de sonido. Arranca un grupo, no sé quienes son. Desconozco también si Pauline en la playa han podido salir a escena. Lástima, me hubiera gustado verlas.
En la mesa contigua, dos aleladas adolescentes cacarean y ríen sin parar. Enrique se desespera. Se marchan y al momento son reemplazadas por otras dos púberes, que reemprenden la risa tonta donde sus antecesoras la habían dejado. Finiquitamos el ágape y conquistamos posiciones. Hay público, pero sin agobiar. Ni rastro de la lluvia. Salen Sune y Sharin.
El dúo escandinavo (ahora, sobre las tablas, cuarteto) empieza a despachar temas con premura. El sonido se revela enseguida como el gran escollo de la noche: acoplado, saturado, mal mezclado, ¡incluso con zumbido de fondo! Veo el disgusto en las caras de mis acompañantes e intento abstraerme. Tras el muro de imperfecciones, The Raveonettes van construyendo sus atmósferas, y yo hago lo que puedo por perderme en ellas.
Pasamos del juego de las identificaciones y nos dejamos llevar por el setlist, que funciona mejor como un fluido continuo que como una enumeración al uso. Molan las guitarras, las distorsiones, las armonías vocales, la batería deconstruida (goliat, caja y platillo, nada más), alguna melodía identificable. El público lo pasa bien, sin euforia, y reconoce los temas, algo inusual en un acto gratuito. Se agradece.
Ellos, la rubia y el moreno, dan las gracias mil veces, en inglés y castellano, hacen la mención de rigor a la lluvia, sonríen… Una calidez inesperada, sobretodo al compararla con el gélido vivo de Mew que vi en Copenhagen. No es cosa danesa, compruebo. Sune es tímido, se encoge y habla con vergüenza; Sharin es más juguetona: hasta se atreve a cambiar puestos con el batería.
El acto suma poco más de hora diez, bises incluidos. No se ha hecho corto. Volvemos al parking, a las calles barcelonesas, a la autopista. Nos queda un considerable trayecto de vuelta, mucho asfalto, varios peajes, pero eso ya lo sabemos. Es el ritual de los que vamos siempre tras la música, nuestros particulares peregrinajes.
V the Wanderer