La XXXI Temporada de ópera (y, ahora también, de ballet) del Principal abrió con un clásico incuestionable (un Macbeth que ya alabamos en su momento) y cerró con riesgo, con una ópera contemporánea que todavía anda de estreno y que esquiva casi todos los tropos de su tradición: nada de ópera bufa ni grandes tragedias clásicas, nada de mujeres fatales ni conflictos de honor, tampoco grandes arias que roben protagonismo al relato. La despedida (y la gran apuesta) de esta temporada es María Moliner, dramatización de la vida de la lexicógrafa que creó el Diccionario de uso del español a lápiz y en solitario durante quince años. Muy seguros debían de andar en el Principal para programar como fin de fiesta semejante volantazo y en esta casa, donde apreciamos los saltos mortales y la navegación en las aguas internacionales de la cultura, esperábamos la cita con ansia.

Que María Moliner nos iba a gustar estaba claro desde el momento en que se atrevía a ser otra cosa, pero lo que no esperábamos es que nos gustara tanto, ni a nosotros ni a los críticos que saben: ahí están los aplausos unánimes de Pere Estelrich, Pere Bujosa o el amigo Kiko Cañellas, referencias mallorquinas cuyas reseñas dan buena muestra del éxito. Poco podemos decir que no haya dicho ellos ya, así que dejamos aquí un par de notas complementarias desde la periferia, la de nuestro aprendiz habitual Víctor y también la de una invitada de excepción: Carme Morell, filóloga, doctora en teatro y guionista veterana. Porque ante un hallazgo como María Moliner no bastaba con una sola mirada ni un solo par de oídos.  

María Moliner según Carme Morell

Para el común de los mortales, la vida de una filóloga, y menos aún la de una filóloga que se dedica a escribir un diccionario, no tiene nada de apasionante. Por más que aquellos que amamos las palabras nos exaltemos ante el más mínimo hallazgo, o al pensar en una nueva acepción de un vocablo en el que no habíamos reparado antes o temblemos de emoción al encontrar la frase justa en la que esa acepción encaja como un guante, no nos cuesta reconocer que hay profesiones, vidas, circunstancias mucho más adecuadas para convertirse en ficción y, por añadidura, en una ópera.

Es cierto que la vida de María Moliner contiene muchos elementos dramáticos de los que se puede sacar partido: su compromiso con la República, su depuración, por parte del régimen franquista, por ese mismo compromiso, su exilio interior en una España gris donde la vida intelectual era sistemáticamente arrinconada y la inteligencia despreciada, la condición de la mujer en esos años de Dictadura, su frustrada ambición de ser la primera filóloga en entrar en la RAE, su amor a Fernando, su marido, su complicidad con él y los cuidados que le prodigó cuando enfermó, su propia enfermedad… Todo eso está en la ópera, pero no es menos cierto que estos mismos acontecimientos de su vida podían hacer derivar fácilmente el argumento hacia el melodrama.

Afortunadamente, el libreto de Lucía Vilanova evita con éxito ese escollo y convierte la tenacidad de María Moliner por publicar su Diccionario de uso del español en el eje temático del argumento. No es casualidad que los almanaques que introducen cada una de las escenas relacionen las fechas con los días que faltan para que se publique el diccionario o los días que han pasado desde su publicación. El director de escena, Paco Azorín, refuerza esa intención con esas palabras de neón que van marcando los diferentes momentos de la obra: «destino», «exilio»…, en una simbiosis de los sentimientos de María Moliner con las palabras y las concatenaciones de ideas que son el núcleo de su diccionario. Las proyecciones audiovisuales no nos privan siquiera de un esquema de la estructura que piensa dar a la obra, mientras ella va cantado su proyecto lexicográfico. Repito, como filóloga, he vivido momentos emocionantes ante una idea, una manera de articular la estructura de un ensayo o nuevas formas de enlazar conceptos, pero nunca, hasta hoy, hubiera imaginado que pudieran convertirse en ópera.

María Moliner se ha calificado como ópera documental. La cantidad y el rigor de la información que se maneja es impresionante, no hay duda de ello. Pero no se escribe una ópera como esta sólo con datos. La comicidad es uno de los elementos que más llaman la atención. La escena de Goyanes, el linotipista de la editorial Gredos, y su pesadilla de la ardua lucha que sostiene con la edición del diccionario, tiene, además de los obvios tintes oníricos, otros, no menos obvios, deliciosamente cómicos. El otro gran momento cómico es el debate de los académicos de la RAE sobre la candidatura de María Moliner para ocupar el sillón B, con el barítono Joan Pons encarnando el papel del citado sillón. Realmente es difícil sentir el más mínimo respeto por los académicos, todos varones, de la RAE, después de esta escena.

El otro elemento que va más allá del documental es la tragedia final. Si lo peor que le puede pasar a un músico es perder el oído o a un pintor, la vista, nada hay más sangriento para un filólogo que ha dedicado su vida a las palabras que perderlas. Eso fue justamente lo que le ocurrió a María Moliner, a causa de una arterioesclerosis cerebral. En la última escena de la ópera esta tragedia se resuelve de forma magistral porque, a medida que ella va perdiendo el hilo de su discurso, las palabras del diccionario proyectadas se van emborronando con tinta negra, en el más negro de los olvidos de lo que fue la razón de su vida. Ni palabras, ni ideas. Sólo la muerte.

Foto: Margalida F. Villalonga

María Moliner según Víctor

María Moliner podría ser mi ópera favorita. O mejor dicho, mi experiencia favorita en la ópera. Ahí están el Otello que me hipnotizó o El barbero de Sevilla con el que tan bién lo pasé, o la potencia de Tosca o el drama de Macbeth, pero ninguna me ha sacudido tanto cómo María Moliner. O tal vez sea que ninguna me ha hecho preguntarme así por los armazones de esta forma artística, o me ha dado respuestas tan contundentes a estas preguntas. En estas crónicas (que siguen siendo las de alguien que va la ópera sin saber mucho, que la disfruta y aprende cada vez un poco más y lo cuenta para invitar a aquellos que, como yo, intuían que ahí había algo para ellos), mi falta de familiaridad con el código me ha servido para plantearme una pregunta con distancia: ¿qué ofrece la ópera, como forma cultural, en nuestro siglo? Y más: ¿sigue siendo un lenguaje vivo? 

El peligro de ser un aficionado diletante es que todo te parezca bien y acabes diciendo burradas como que María Moliner es tu ópera favorita. Por eso importa que haya llegado justo después de Così fan tutte, o más concretamente de un montaje básico, simplón e insultante de Così fan tutte. La segunda pieza de esta XXXI Temporada vistió su argumento, ya de por sí ridículo, con aspavientos de teatro infantil, disfraces baratos y un escenario pobre que no cambió en tres horas. Viendo el clásico de Mozart pensé que había dado contra un muro, que si aquello era un referente la ópera debía de ser realmente una lengua muerta, reservada a frivolidades, desconectada no sólo de su tiempo sino de lo humano: ¿de verdad a alguien le hacía gracia? ¿Alguien conectaba con lo que tenía que decir? ¿Era eso a lo que la ópera debía aspirar?

Sabía de sobras que no, pero imaginen el desencanto. Por suerte, eché un vistazo a las caras de mis compañeros de fila, todos críticos, y vi su enfado ante un montaje tonto e infantil (que luego, además, confirmé en sus críticas). Pero la crisis estaba ahí. María Moliner no sólo debía hacer algo nuevo y diferente y hacerlo bien, sino que debía redimir con ello la validez de lenguaje. Esto es: debía justificar por qué era una ópera y no una obra de teatro, o una novela, o incluso un musical moderno.

Foto: Margalida F. Villalonga

Macbeth, Turandot Rigoletto ya me habían probado la validez de la ópera como pura tradición, su formalismo y sus lógicas internas. Eso ya lo sé y lo celebro. Lo que María Moliner me ha demostrado, y de manera más contundente de lo que esperaba, es que la ópera no sólo es un lenguaje en este siglo sino de este siglo: precisamente porque su relato apenas contiene acción y transcurre en unos pocos interiores necesita la ópera como herramienta de buceo profundo. Como bien señala Carme, María Moliner es un trabajo documental… pero también un asombroso ejercicio psicológico, un estudio de personaje levantado sobre la música. Si Moliner quería que su diccionario fuera de la palabra a la idea y de la idea a la palabra, María Moliner va de la palabra cantada a la experiencia humana y de ahí, de nuevo, a la palabra cantada.

Porque la redacción del Diccionario de uso del español no es épica pero sí lo es la pasión que la guía. La ópera, tal y como la entiende María Moliner, se revela como un constante soliloquio, como una sonda que dibuja las emociones de sus protagonistas sin reducirlas a la transparencia, un altavoz del pensamiento. María Moliner no sólo es una excentricidad feliz: es una ópera entera, sólida, un retrato imperdible de uno de los personajes más importantes de la España del siglo XX, una carta de amor al objeto que ella amó y un reto para la ópera, a la que pone delante del público sin el sostén del canon y sale victoriosa.

Esta es la respuesta que me da María Moliner, y por eso podría ser mi ópera favorita: la suma de palabra cantada, orquesta, escenografía e interpretación se puede seguir usando para contar cosas nuevas, para seguir convirtiendo en lenguaje aquellas ideas que no pueden (ni deben) quedarse mudas.