El pezón es el último terreno salvaje, la última frontera de la sexualidad mediatizada y normalizada. No hace falta mucho esfuerzo para ver culazos y tetazas (y todas sus sub-categorías: sideboob, underboob…) hasta en el Disney Channel, pero el pezón sigue siendo objeto prohibido de deseo, borrón apetecible en nuestras pantallas. Nuestras líbidos orbitan alrededor de su areola, centro de gravedad permanente de lo escandaloso y lo carnal. Vaya desde aquí mi homenaje al pezón, a su estética y a su ética, que lo mismo nos sirve para convencernos de que Lady Gaga tiene atractivo como para atacar al establishment.

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Recuerden a Sabrina Salerno, botando alegre en la televisión española de finales de los 80. Se le asoma, alegre y juguetón, el pitorro de la mama y al momento se pone firme todo el país, preparado para sacar las gaitas y disparar salvas al aire. «Boys, boys, boys, las tetas me rebotan»; aún encontrarán un cuñado que se lo cante. Recuperen aquel momento de la SuperBowl con Janet Jackson recordándonos que estaba viva a golpe de picón: escándalo nacional y debate en el senado. El asunto se fue de las manos y hasta tuvo nombre para la historia, el Nipplegate, y una entrada en la wikipedia de más de 15.000 palabras. Por ponerlo en perspectiva, la de las Guerras Médicas tiene unas 12.000 y allí se vieron muchos griegos en tetillas.

El pezón televisivo supone una ruptura agradecida, una llamada a despertar entre tanto debate y tanta publicidad asinina, aunque lo muestren las peñazo de las Femen. En sus (impostadas) protestas, la cima de la teta se convierte en un ariete con el que atravesar las puertas de cualquier telediario, un aguijón para perforar la agenda del día, un dedo índice levantado en la cara del político gris de turno y de la misma audiencia. El botón de la alegría como signo máximo de un feminismo circense, el diamante del seno como dedo que señala nosequé. Pero el pezón de Femen es, en tanto que pezón consumado, un objeto desvaído y efímero: todo se muestra de forma transparente y naturalizada y esas tetas exactas (en Femen no hay tetas feas) no permiten el rodeo ni el misterio. El discurso entero de esta banda feminista empieza y acaba en el punto y final que exhiben sus mamas.

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Porque el pezón sólo es verdaderamente transgresor si vence una barrera, si se escabuye de una prisión física y conceptual. El pezón necesita una némesis para construir un discurso complejo, un ying que complemente a su yang. Del mismo modo que el taparrabos es tanto una pieza de vestir como una bandera del pudor, el cubrepezones (pasties en inglés) es una cosa funcional y un signo de gran carga semiótica. Más que tapar, sirve para mostrar: gracias a él, el burlesque y el striptease han podido enseñar tetaza desde su nacimiento, allá en los felices años 20, sin incurrir en delito. Hecha la ley, hecho el cubrepezón.

La semiótica, esa traicionera relación entre signo y significado, hizo del cubrepezón icono de la cara oculta de la teta. De ahí a la seña de identidad: tanto el citado burlesque como los carnavales de Río se identifican más por esa brevísima pieza de vestuario que por su música o sus bailes. El parche (con opción de flecos) trasciende sus dimensiones, como un átomo que es a la vez el universo entero. Las leyes desaparecen o se suavizan pero los gustos ya están enquistados y el fetichismo tipificado. Así, la fotografía erótica, el porno y el sexo oscurillo en general juegan a aumentar por sustracción, a magnificar la ubre cargándola de incognita. No es raro (si se salen ustedes un poco de la norma) ver imágenes fetichistas con pechotes cruzados por tiras de cinta aislante: un oasis de falso recato en medio de un festival de excesos, flujos y gemidos. Negar la teta ya no es simple mojigatería: ahora subraya su importancia y hechizo.

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Toda esta reflexión (inconexa, tramposa y tal vez artificial) viene a santo de Texas Terri, icono del punk más sucio y desquiciado que ha hecho del pezón cubierto una declaración de intenciones. Su imagen (recuerden: el punk también es estética) se define por lo andrógino, lo violento y lo brusco, por una sexualidad agresiva cogida por los cuernos. Con pelazos teñidos de un rojo intenso y ropas negras, la Terri tiene el ritual de rasgarse la camiseta en vivo y mostrar unos pechos casi, casi desnudos; protegidos sólo por cinta aislante negra que deletrea, con letra de imprenta y sin serifa, algo así como su firma: TXT.

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Es un acto violento pero con complicidad, una protesta desde la rabia y la experiencia, una proclama mucho más sólida que el femenismo hippie para treintañeras de la Cuore. La autocensura es aquí un golpe de voluntad que resume todo un discurso (el pezón como límite, el puritanismo, la estética fetichista, lo festivo) y que cuenta más que lucir la totalidad de las bolsas de alegría sin más. Porque un pezón, si nos paramos a pensar, no tiene mucho; no es más que una galleta maría puesta en medio de la carne o un puntero de amamantar. Pero un pezón tapado por tus iniciales, ay, eso es material para una tesis doctoral.