Teóricos, críticos, y hasta magos, sapos y brujas, hinchan el pecho y propagan por doquier la edad dorada de la ficción televisiva. Que si el cine ya no arriesga tanto, que si el placer se halla ahora en estirarse en un sofá para disfrutar de 70 horas de relato audiovisual, que si los grandes creadores se han trasladado a la pequeña pantalla… Cuestiones todas ellas aceptables, aunque debatibles. Las series de televisión sí que están viviendo un boom desde el inicio del siglo XXI, pero no, principalmente, por los argumentos expuestos, sino más bien porque son productos cada vez más rentables para aquellos que las producen y emiten. Es más relevante el éxito económico que el cualitativo, que también existe, pero se ha exagerado. Me explico.
Si el origen de la narrativa moderna se encuentra en La retórica de Aristóteles, bien harían los guionistas de series de televisión en repasar sus reglas básicas: presentación del conflicto, desarrollo y final, con alguna que otra moraleja. No sé ustedes, pero un servidor cuando se dispone a leer un libro, a ver una película o una obra de teatro, piensa constantemente en la evolución de la trama y establece una especie de pacto inconsciente con el creador, según el cual éste debe ofrecer una recompensa final. En ocasiones uno encuentra placer, pero en otras, rechazo. Sin embargo, casi nunca se degolla el clímax, se deja al público en la estacada y se le obliga a seguir enganchado a la aguja de la heroína narrativa.
Ésta es sin duda una de las principales modas instaladas en la producción de ficción televisiva. El motivo es evidente: el cierre de la trama principal de la serie o del arco narrativo de los protagonistas, aunque sea con coherencia, significa su muerte comercial. No more plot, no more money. Uno acepta que la gracia de las series radica en la dilatación temporal y espacial de una historia, pero no hasta el infinito y más allá. ¿Cuántas ficciones han naufragado porque sus creadores y guionistas urdieron el inicio de algo sin saber hacia dónde llegar? ¿O porque una cadena de televisión obliga a producir más temporadas? El caso es que el fenómeno es cada vez más preocupante, y eso, bajo mi modesto punto de vista de doctor por analizar series como Cheers o Golden Girls, es una pérdida de calidad con respeto a otras artes audiovisuales.
Justo después de los desgraciados atentados del 11-S, surgió una serie que supuso un punto de inflexión, en este sentido. 24 fue visionaria por representar a un presidente norteamericano negro, quizá por casualidad, pero principalmente por crear una nueva estructura narrativa para la televisión, heredada de las grandes soap operas de los 70 y 80, así como las ficciones de género autoconclusivas. El secreto radica en mantener en vilo al telespectador, a través de tramas principales y secundarias que se entrelazan y aspiran a tener un sentido con el paso de los capítulos o las temporadas. Es el formato de muñeca matrioska: cada vez que extraemos una parte, la siguiente aspira a cambiar el sentido general de la historia y así hasta descubrir giros y más giros. El problema surge cuando el público descubre el interior de la última muñeca y no encuentra nada. Entonces aparece el enfado. Todo ha sido un truco de magia narrativa de mal gusto.
La primera gran serie que naufragó por este motivo fue Lost: toda la sexta temporada es una broma en sí mismo, como si Damon Lindelof (J.J. Abrams ya se había largado) se tomara pastillas alucinógenas cada vez que entraba a la writer’s room. Visto con perspectiva, fue un error de mucho calado confiar la evolución de la trama al descubrimiento de las reglas que gobiernan el mundo ficcional, en lugar de centrarse en un buen arco narrativo de personajes (ésa es la clave de la primera temporada, la mejor de todas). No puedes crear una carcasa de tramas vacías; cuando el público descubre el truco, acaba muy decepcionado.
En realidad todos estaban muertos y Lost fue un sueño
De chiste también fue el final de la segunda temporada de Prison Break: todo en la mano de los dos hermanos para cargarse al antihéroe, y de repente, escogen acabar en la cárcel más cabrona del mundo. La tercera temporada no se merece ni un minuto. Ese detalle de no querer cerrar la trama de forma coherente envenena todo lo anterior. Sucede exactamente lo mismo con el desenlace de la cuarta temporada de Sons of Anarchy. En este caso la traición hacia el público es mayor si cabe puesto que hasta ese momento los arcos narrativos de los personajes y las tramas eran excelentes. Si desde el primer capítulo, Kurt Sutter enfatiza que el juego narrativo acabará con una explosión familiar por la muerte del padre del protagonista, cuándo el detonador de la misma está a punto de llegar a cero, los guionistas se acojonan y la dilatan en el tiempo. No se puede estar a unos segundos de cerrar una serie de forma tan brillante y cagarla.
En ocasiones, sucede que los creadores o guionistas se las dan de listos y piensan que un giro radical de la trama va a sorprender al telespectador. Hay que hilar muy fino para conseguirlo. Que se lo digan a Borgen (ojo, spoiler), una de las series políticas más brillantes de los últimos años, hasta que la primera ministra dimite, al final de la segunda temporada, y se pierde el gancho principal: ¿Cómo actúa la máxima mandataria de Dinamarca ante temas polémicos como la inmigración, el racismo, la pobreza, los conflictos militares etc…? En la tercera temporada, la protagonista intenta recuperar las riendas de la serie con la creación de un nuevo partido que aspira a ganar las elecciones. Pero eso ya no tiene tanta gracia y rompe con el pacto ficcional del que hablaba anteriormente.
Y vayamos al último ejemplo negativo, aquel que me supondrá algún que otro insulto: Game of Thrones. En un tiempo muy lejano, David Benioff y D.B. Weiss nos hablaron de un trono de hierro, símbolo del poder en un mundo lleno de criaturas de todo tipo, motivación para el arco narrativo de los personajes. Los años han ido pasando y la cosa no es que haya evolucionado mucho. Una señora rubia que vaga por centenares de desiertos y pasa penurias, para ahora sí, cruzar un mar e intentar llegar hasta el trono; otra tipa que se regocija de fornicar con su hermano y que, inmóvil, provoca muertes en sus seres queridos; unos caminantes blancos que van apareciendo, de vez en cuando, para sorprender con su violencia, y un bastardo que muere y luego resucita, por arte de magia.
Aquí vale de todo para dilatar un final que se podría haber construido, perfectamente, en tres o cuatro temporadas, máxime, después del ajusticiamiento del padre Stark. Claramente, Game of thrones desaprovecha el potencial de los caminantes blancos (¿Por qué no convertir la serie en un enfrentamiento salvaje de todos contra todos, con los caminantes vagando por Poniente como los zombies en The Walking Dead?) y pone en el camino de los personajes piedras absurdas que deben superar. ¿Cuál será la siguiente calamidad que le espera a Arya Stark? ¿Quedarse tetrapléjica para después recuperar la movilidad? La recompensa del final épico está demasiado dilatada en el tiempo, como lo demuestra que en cada una de las temporadas existen uno o dos capítulos excepcionales.
Desde un punto de vista de narrativo, resulta mucho más coherente condensar las tramas de una serie en menos capítulos y obtener un cierre de la misma que sea placentero para el telespectador. Me vienen a la mente ficciones como Roma o Six Feet Under, que sí saben enganchar al público y recompensarlo con un gran final. O la excepción que confirma la regla: The Shield. Una trama policíaca arranca en el último minuto del capítulo piloto y no se cierra hasta el último segundo de la séptima temporada. Y todo con una ingeniería narrativa magistral. Pero claro, con recompensas constantes hacia el telespectador que ve como poco a poco las tramas secundarias y los arcos narrativos de personaje se van cerrando adecuadamente. Se confía en una coherencia final que existe.
Otro modelo que me parece mucho más recomendable es el de crear tramas e incluso relatos diferentes por temporada (las conocidas antologías), con un cambio de actores e incluso de ambientes. Sin embargo, la marca comercial se mantiene y se puede seguir explotando. El caso más evidente es el de True Detective, aunque un servidor no se atreva a ver la segunda temporada por miedo a compararla con la perfección de la primera. Sí que resulta muy divertida la segunda parte de Fargo, que recoge algunos personajes de la primera pero sitúa la trama 30 años antes.
Asimismo, los ingleses han sido muy inteligentes en crear series de entre 6 y 8 capítulos por temporada, que tienen un clímax claro pero la posibilidad de continuar con el universo de la trama si la cadena o la productora así lo decide. Es un modelo mucho más justo con las aspiraciones del telespectador. Porque amigo, pasarse una hora y media o dos ante una pantalla (película) para acabar decepcionado, vale, pero 60 horas (serie alargada), es ya demasiado.