Muchos de los videojugadores que crecimos en los noventa anhelábamos títulos que poder disfrutar en cooperativo, videojuegos que nos dejaran compartir espacio virtual con nuestro compañero de sofá y aventuras que superar uniendo fuerzas. Con el paso del tiempo, los videojuegos de plataformeo se habituaron a ofrecer experiencias que cumplían ese propósito. Ahí tenemos juegos como New Super Mario Bros U (Nintendo EAD, 2012) o Donkey Kong Country: Tropical Freeze (Retro Studios, 2014), que se muestran divertidos en compañía, pero cuya razón de ser reside en la propuesta individual. Quizá por ello, la distribución de la agencia suele generar caos en estos casos, dando lugar a una diversión surgida de dinámicas en las que el contexto puede pesar más que el sistema; como los piques y las bromas entre los participantes en la partida. Sí, también podemos jugar evitando el desorden, de forma decidida y casi profesional, pero el éxito seguirá siendo la suma de dos victorias individuales, porque en realidad no hablamos de propuestas cooperativas, sino de la adaptación de entornos, escenarios y mecánicas pensadas para un único jugador. ¿Qué pasa cuando la obra es concebida únicamente pensando en la presencia de dos jugadores?, ¿qué nuevas dinámicas pueden desprenderse de esa división de la agencia?, ¿cómo se mide el difícil equilibrio entre reto y accesibilidad, que debe acabar en diversión, cuando hay dos personas a los mandos? Son preguntas que vuelven a estar de moda gracias al éxito de It Takes Two (Hazelight, 2021), pero que el año pasado fueron rescatadas en Switch por Ibb & Obb (Sparpweed, 2013), un ejercicio bastante más humilde aunque igualmente empeñado en hacernos cooperar.
Ibb & Obb nació con ese espíritu experimental que caracteriza a los proyectos de final de carrera. Richard Boeser, cofundador de Sparpweed junto a Roland Ijzermans, se sacó de la manga un plataformas de estética abstracta y barreras arquitectónicas imposibles, que encuentra su razón de ser en una línea que divide la pantalla, y que le sirve para generar dos planos de acción cuya gravedad se encuentra invertida, teniendo como punto de atracción la propia línea divisoria. A partir de ahí, el título nos invita a cruzar constantemente de una parte a la otra, jugando con el cambio de dirección de nuestros saltos y conservando la inercia para ganar altitud en cada uno de ellos. Con esos elementos como eje vertebrador, las diferentes pantallas comienzan a exigir acrobacias combinadas en las que debemos coordinarnos con nuestro compañero de viaje. El resultado es un ejercicio ejemplar de comunicación con los jugadores: visual, organizado, metódico y diáfano en lo que espera de nosotros, con una curva de dificultad ajustada y capaz de llevarnos desde la simpleza del salto instintivo hasta complejos encadenamientos de piruetas a dos bandas. Un título que sabe sorprender y exigir desde el sosiego que aportan las geniales composiciones de Kettel, derivando en una propuesta perfecta para todos aquellos que echan en falta (como un servidor) más videojuegos dedicados a explorar, de forma unilateral, las posibilidades de la cooperación como dinámica principal.
David Oña (@onei64)