Nos flipa nuestra condición de Homo Ludens. Nos vuelve tarambana nuestra afición por todo lo jugable. Nos pone litrovino tener un mando en las manos. Por eso les vamos a recomendar, de ahora en adelante, juegos de bien, de no tan bien y hasta de regular, con la periodicidad caprichosa y loca que caracteriza esta santa página. Y como no podemos escapar de nuestros genes paramusicales, lo vamos a hacer prestándole especial atención a sus composiciones. Así que, hey, hágannos caso y escuchen.

¡Juéguelo aquí!

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Bellísimo arte promocional.

Al principio, fue la Mecánica. El movimiento, el salto, la acción. Y vieron los dioses del juego que estaba bien. Luego, el Obstáculo, el reto, el enemigo que da sentido al poder. Mecánica y obstáculo gobernados y puestos en común por unas reglas que fijan objetivos y penalizaciones: ése es el kilómetro cero de todo videojuego. No necesitan más (ni menos) para entender cosas como este ‘Kickle Cubicle‘, un puzzle-acción que llenó mi infancia haciéndome sentir más listo y machacándome con su única melodía en bucle.

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Kickle necesita a sus principales rivales, las gotas de agua asesina, para avanzar.

El diseño es de una claridad que abruma: unos curiosos puzzles de terraformación (o congelación) que nos obligan a convertir enemigos en hielo para tender puentes hacia los ansiados ítems: recolecte tres de ellos y  habrá superado el nivel, el escenario se destruye, una mazorca con consciencia nos habla (sí, esto pasa) y a por otro puzzle.

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El sabio-mazorca.

Eso es, en pocas palabras, el juego. Como verán, es primo hermano de ‘The adventures of Lololo’ y uno de tantos bisnietos de ‘Sokoban’, otro canto a la Caja como primera piedra del medio jugable. Sin cajas que empujar hoy no podrían ustedes liarse a tiros e insultos en ‘Call of Duty’ o gustarse con cosas artísticas como ‘Limbo’. Ya lo sabían en Valve: la Caja es el mejor amigo del jugador.

Ahí lo tienen en movimiento, por si son más de ver que de jugar.

Las mecánicas y reglas de este ‘Kickle Cubicle’ son sencillas, casi primigenias, seminales. Además, su estética es de las más molonas de la época, con enemigos tan potentes como un maléfico pollo tuerto o un pingüino rosa que compensan tanto escenario azulado y sosón. A eso se unen unos bosses gigantes y unas chulísimas ilustraciones antes de cada combate: suficiente para que yo, de pequeñete, lo pusiera en un pedestal.

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¡Sabía que estabas detrás de esto, Pollo Tuerto!

Luego está la limitada memoria de la NES, que obligaba a repetir gráficos y melodías como si no hubiera mañana, y así se cocían a la mínima la adicción y la obsesión: su breve y machacón tema principal se repite una y otra vez hasta licuar dos o tres zonas clave de nuestro cerebro. Dos horas con Kickle y sólo veremos bloques de hielo al cerrar los ojos.

Te-ma-zo.

El juego, muy en la línea de la época, no tiene títulos de crédito, así que no podemos saber a ciencia cierta quién se esconde tras sus alegres composiciones chiptune. Alguna base de datos online, como MobyGames, se las atribuye a un tal Masahiko Ishida, y nos lo vamos a creer. Sea quien sea, desde aquí aplaudimos con convicción a ese sacrificado japonés anónimo que supo sacar partido a los 5 limitados canales de la NES. La banda sonora de ‘Kickle Cubicle’ es un maravilloso ejemplo de alegría digital, de jovialidad e incluso inocencia. Música que (y ojo, no nos queremos poner clasicones) nos anima a darle al mando mejor que muchas de las pomposas orquestaciones modernas; tal vez porque la ausencia de arreglos obligaba a los compositores de 8bit a depurar las melodías.

‘Kickle Cubicle’ es uno de tantos juegos que quedaron en el olvido (algo natural y que no dramatizaremos), aunque circulan por ahí horribles intentos de remake, fan-arts dañinos a la vista y un tío que toca el tema principal en oboe. Me asusta la inmensidad de internet.

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@VtheWanderer