1. Si sobrevivimos a esta época, harán bien los historiadores del futuro en bautizarla como Guerra Mundial Troll. Es 2019 y en lugar de androides replicantes tenemos bots de Twitter propagando odio. El espíritu de nuestro tiempo es tocarle las narices al prójimo y lo que antes era cosa de una minoría se ha convertido, gracias a la eterna adolescencia en la que nos ha metido internet, en norma. Lo practican desde youtubers hasta políticos, enganchados a soltar barbaridades para encender a los enemigos de sus bases. El troll ha escapado de las redes para colarse en nuestras teles, nuestras calles, nuestros bares.

2. Los expertos hablan de partidismo negativo: más que identificarnos con una formación, nos definimos por el rechazo a su opuesto. Antes que del Barça, antimadridista. Nuestra principal motivación es odiar al contrario, verle enfadado, reírnos de su indignación. Como hacíamos en el patio del colegio.

3. El filósofo John Gray, pesimista que ve al ser humano como una especie destructiva, afirma que no queremos conocer la verdad sino tener información que nos confirme una visión del mundo completa, sin fisuras. El también filósofo Harry Frankfurt habla de bullshit, un tipo de burrada que no pretende hacer pasar lo falso como verdadero sino convencer a sus afines. El troll usa su propio tipo de bullshit: la que más irrite a su contrario.

4. La bullshit sirve para desplazar la conversación pública moviendo la ventana de Overton, o el rango de ideas que la opinión pública encuentra aceptables. Por ejemplo, en nuestro país el canibalismo y los sacrificios humanos están fuera de esa ventana y se da por hecho que no se discuten, como (hasta hace poco, por desgracia) la tenencia de armas o la pena de muerte. Si un Partido Caníbal exigiera que le demostrasen por qué su dieta es inmoral, no estaría pidiendo diálogo sino empujando la ventana.

5. El troll lanza su bullshit y deja que el mundo se haga eco hasta convertirla en trending topic. Nos quiere obligar a tomar en serio algo que sabe que es un dislate. Sartre explicaba que los antisemitas eran conscientes de que sus discursos eran absurdos y se divertían al ver que era su adversario, y no ellos, el que estaba obligado a usar las palabras con responsabilidad. No buscaban persuadir sino reírse de la seriedad del otro, intimidar y desconcertar.

6. El troll se adapta a su entorno. Esto le ha hecho abandonar el insulto directo y optar por dos estrategias: la primera, hacer pasar por humor sus provocaciones y acusar a su rival de falta del mismo; la segunda, tirar de victimismo y afirmar que el rival coarta su libertad de expresión. En un entorno hiperconectado donde la ofensa se ha hecho banal, el troll combina con habilidad una desventaja y una inocencia impostadas. “Yo no sabía que esto era un símbolo nazi”, “era una broma”. El radical siempre es el otro, que mira cómo se ha puesto por nada.

7. El troll provoca porque la ira desarma. “El que se lanza a un precipicio no es dueño de sí mismo, no puede impedir ni detener su caída”, escribe Séneca en De la ira, lectura imprescindible para nuestros tiempos.

8. Y aún así, todo aquel que aboga por los consensos, la convivencia y el civismo es tachado de débil y buenista. Las democracias liberales en las que vivimos, con todas sus imperfecciones, son el proyecto de paz más ambicioso de la historia humana, un experimento que nos ha procurado las mejores condiciones de vida que jamás ha tenido la especie. Lo bueno y lo justo son difíciles y exigen esfuerzo diario, mientras que el nihilismo del troll no pide nada.

9. La mayoría de los medios ha favorecido que lleguemos hasta aquí, porque un enfrentamiento entre bandos genera adicción y siempre ha vendido más la prensa deportiva que la generalista. Toda narrativa es más atractiva con conflicto. Los tertulianos lo saben bien: el Partido Troll da share; la información es ahora una telenovela.

10. Bajo el torcido pretexto de escuchar “a la otra parte” se le proporcionan altavoces a las posiciones más polarizadas y así, en lugar de investigar, filtrar y cumplir una función social, el periodismo (quiera o no) se convierte en comunicación de la ira.

11. ¿Qué hacer para salir de esta? No hay soluciones fáciles para esta Guerra Mundial Troll, en la que cualquiera puede montarse un ejército de bots, bullshit y memes y llenar nuestros muros y whatsapps de veneno y odio. El don’t feed the troll que repetimos desde hace años no es suficiente, pero tampoco sirve caer en su falso diálogo. Porque el diálogo no es hablar sin más sino, como decía Raimon Panikkar, una “búsqueda conjunta de lo común y lo diferente”. La filósofa Adela Cortina habla de una ética civil de mínimos, ese conjunto de ideas compartidas que hacen que podamos vivir juntos siendo diferentes, cada uno con su ética personal de máximos.

12. Se vuelve a hablar de la paradoja de la tolerancia de Karl Popper, pero ni él ni John Rawls (el filósofo que mejor ha escrito sobre la justicia, imprescindible para los que se hacen llamar liberales sin entender el concepto) defendían quitar libertades salvo como último recurso. Antes de eso, decían, debemos mantener los rebuznos a raya con argumentos racionales y una opinión pública sana. Cuidar la ventana de Overton, levantar un muro de ética de mínimos entre la bullshit del troll y nuestra convivencia.

13. El troll prospera en ambientes de odio, como los virus en aguas estancadas. Es más: en esos ambientes todos nos volvemos un poco trolls, porque hay un placer malsano en alegrarnos del cabreo y las desgracias ajenas, y a todos nos divierte oír astracanadas que nadie más se atreve a decir en público, o nos gusta indignarnos ante la ofensa. Pero luego, después del calentón y de las risas, nos queda seguir viviendo juntos, soportándonos.

14. Vuelvo, una vez más, a los estoicos: “En la guerra”, escribió Séneca, “no deben ser los movimientos desordenados, sino arreglados y dóciles”. Y en la Guerra Mundial Troll, podríamos añadir ahora, hay que apartar al que berrea a la mesa de los niños, mientras los adultos nos dejamos la piel por mantener la calma y no acabar a tortas.