Quiero ser rockero áspero, huraño y escéptico, que no me atormente saberme de vuelta de todo, por encima del bien y del mal. Estar en el perfecto limbo, olvidarme de todo, de los demás y, por una vez o durante un tiempo, no tener en los pies en la tierra: despegarme flagrante y felizmente de la realidad. Llámenlo libertad, ser un farsante o un caradura.

Sin medias tintas, me pasaré la galopante crisis por en canal de Suez. Vivan las estrellas del rock que, como yo, ni saben ni sabrán envejecer con dignidad, o los que se miran el ombligo o los que derrochan con impunidad y paroxismo aunque todo se derrumbe. Levitemos a diez mil kilómetros de la señora que compra el pan y el obrero que madruga.

Fundamentalmente, me propongo ser un excéntrico. Prefiero aislarme o meterme en líos, antes que ser un Manu Chao de la vida o un Bono del montón que piensa más en el 0,7% que en hacer un disco histórico. Así que, amigos y/o sin embargo ex compañeros de Los perros de Pavlov, dadme una ‘llamará’ en la cara si digo que mi próximo trabajo va a ser humanitario y donaré el 20% de las ventas a los refugiados de tal o cual ex república soviética. O si, como a James Hetfield, me dan lastimica los presos de la cárcel de Saint Anger cuando va a grabar un videoclip.

Concierto austero de Jean Michel Jarre en París

Alabadme, en cambio, si planifico mi siguiente marcianada en directo. Me encanta que a los artistas deliren y que, por ejemplo, a Albert Pla le dé por hacer una gira postrado cómodamente en un sillón. Me gusta ver cómo Calamaro se vuelve totalmente imprevisible en un plató y le falta el respeto al público o firma (ésta es la última) un documento escrito en verso por el que renuncia a su condición de ‘progre’ para defender la fiesta de los toros (un ejemplo paralelo es Maradona ubicado ante un micro o una cámara: el pollo siempre parece inminente, cuestión de segundos).

Accesorio fue el concierto subacuático que hace un par de años dio Javier Calamaro metido en una escafandra para celebrar que empezaba la época del avistamiento de ballenas. O la reciente performance de Love of lesbian, con cientos de guitarristas tocando sus canciones en plena plaza Mayor de Madrid. Ésa es la línea. La honestidad está sobrevalorada y la modestia no debe ser deporte que ejerza un rockero de pro mínimamente interesado en mantener su status.

Javier Calamaro, en la escafandra desde donde le cantó a las ballenas

El capricho y el derroche para seguir existiendo. Si no, de qué Lou Reed iba a dar un concierto para una audiencia compuesta por perros. El amigo Jean Michel Jarre es otro que nunca repara en gastos. Ahora un recital en Monte de Gozo, ahora recibo el nuevo milenio tocando junto a las pirámides de Gizeh. Bien, Jean. O haz como Muse, pon un Ovni en tu show, o como U2, monta una conexión en directo con el espacio.

Vale que el presupuesto no dé para instalar en cada recital un muro de fibra de carbono con proyecciones como hicieron los Pink Floyd en la gira de ‘The Wall’. Entonces mejor será entrar en una de esas esferas de plástico, cual Bart Simpson con enfermedad infecciosa, y caminar sobre el público que ha venido ha verte, como hicieron los Flaming Lips.

Pero si tal parafernalia megalómana no resulta asequible, apelaremos a la imaginación. Programemos, como hicieron Astrud, un concierto de un día para otro, en cualquier esquina de una ciudad. En plan mendigo, apenas con flauta y guitarra, habrá que ponerse a tocar en un chaflán, lidiar con la autoridad competente y ver cómo acude la gente. La épica vecinal, de andar por casa, la excentricidad baldía. No me molesta que según qué artista tenga la tontería en el cuerpo. A veces me resulta entrañable ver cómo chochean y otras me divierte admirar cómo levitan. Yo, como ellos, como tú, como el oficinista gris y burocrático que se levanta a las seis, siempre quise ser estrella del rock.

raúl