I

Una de las primeras cosas que me preguntaron al poco de llegar a Copenhague era si ya me había hecho con una bici. La pregunta parecía venir con retintín, habida cuenta de que estábamos en pleno invierno, con vientos indomables (huracanados para mi sensibilidad mediterránea), y la ciudad invitaba a cualquiera cosa menos a hacerse con una bici.

Sin embargo, no era así: la pregunta estaba hecha con la buena voluntad de lo que siempre se da por sentado. Copenhague es una ciudad plana, con carril bici por todas partes. Un ejemplo de ecologismo urbano. Todo el mundo va en bici. No hacerse con una sería, según la impresión que tuve, algo así como renunciar al objeto totémico que abre las puertas de la comunidad.

II

Quizá fue el escritor alemán Sebastian Haffner, en La vida de los paseantes, el primero que describió la ciudad verde industrial, con su vértigo y sus contradicciones: “Los autobuses arrolladores, los tranvías zumbantes, los automóviles rabiosos de todos los tamaños y razas, la manada de lobos de los ciclistas y los motociclistas rapaces de vuelo en picado”.

Está claro que la ciudad que describía y sufría Haffner a diario no era la ciudad ecológica que se promociona ahora. “La manada de lobos de los ciclistas” se ha impuesto, en ciudades verdes como Copenhague, sobre los autobuses arrolladores, los tranvías zumbantes y los automóviles rabiosos, apropiándose de estos tres adjetivos hasta formar una santísima y demoníaca trinidad. Y en ese cuadro el paseante que encarnaba Haffner no pinta nada. Es alguien tan extinto y extraño como el paraíso ecológico de los primeros pobladores.

En la ciudad industrial no se está para pasear; al menos que seas un jubilado, un ocioso o un escritor. Y lo que el ecologismo ha añadido a la ciudad industrial no es la culminación del sueño de una vida más tranquila, tal y como preconizaban los primeros ecologistas del siglo XIX. Estos últimos se retiraban al campo o a los Alpes suizos o del Norte de Italia, lejos del mundanal ruido de las fábricas. Quien hoy en día se hace con una bici para ir el trabajo lo hace por economía: ahorra en dinero y en tiempo. ¿Pero por ecología? Que cualquiera pruebe coger la bici un día laboral en hora punta: sentirá el estrés, el temor y el temblor, la vorágine imparable de la ciudad que describía Haffner.

III

Puede que exista el ecologismo urbano, pero como una de las tantas religiones laicas en las que el ciudadano medio de la ciudad industrial necesita creer, con el fin de hacerse perdonar todos los pecados verdes de la civilización. Lo coherente, a mi juicio, sería hacer lo mismo que hacían los ecologistas del XIX, aunque eso acabaría por provocar problemas de congestión en reservas naturales. El ecologismo urbano vive en una suerte de quimera del oro y el moro. Y no entiende que la falsa dicotomía entre civilización y naturaleza ya la ha resuelto esta última: somos artificiales por naturaleza. Hegel hablaba de esa noche de la conciencia donde todos los gatos son pardos; una bella metáfora que también sirve para describir nuestra confusión ecológica contemporánea.

Y a la confusión puede que haya que añadirle un atrevido narcisismo, a juzgar por el orgullo colectivo con que se promueve la ciudad verde. Y es que con el ecologismo urbano puede que ocurra lo mismo que Ernest Gellner, inspirado por Durkheim, veía en las sociedades nacionalistas: “Durkheim enseñó que lo que adora la sociedad en el culto religioso es su propia imagen enmascarada. En una era nacionalista las sociedades se adoran abierta y descaradamente, prescindiendo de todo disimulo.”

IV

Alejado de todo fervor verde, yo también disfruto, y a menudo me estreso, yendo en bici por una ciudad tan bella como Copenhague. Prescindiendo de todo disimulo y atento a toda confusión. De un modo abierto y descarado.