I

La sirenita fue uno de los primeros monumentos que vi al poco de llegar a Copenhague. Todavía recuerdo aquel día, aunque ahora no recuerdo si fue mi primer día o mi segundo. No importa. Estaba recién llegado a la ciudad (hablo de diciembre de 2014) y me fui a dar una vuelta. El tiempo no invitaba a pasear. Hacía viento, frío y estaba nublado; lo normal por estos lares, según descubrí más tarde y no dejo de constatar a diario. Recuerdo que anduve y anduve junto al canal del barrio de Islands Brygge – donde residía entonces y vuelvo a residir ahora – hasta llegar, después de un largo paseo, a un reguero de gente, la mayoría asiáticos, junto a un monumento minúsculo de bronce.

Aquel día quiso la casualidad que fuera otro grupo abultado de asiáticos el que me indicara otro de los monumentos más importantes de la ciudad: la estatua de Hans Christian Andersen que está junto al ayuntamiento (un edificio, por cierto, imponente, de cargada simbología cristiana y pagana). La estatua pasa a veces desapercibida por su ubicación. Sólo hay que seguir las indicaciones para verla: lleva años custodiada por grupos de turistas asiáticos que se van relevando todo el día hasta caer la noche, cuando la estatua recobra su autonomía. La noche es también el único momento del día en que se puede contemplar la estatua en su autenticidad: el de la soledad de este escritor solitario.

II

Hans Christian Andersen fue un escritor feo. Quizá no sea el escritor más feo de la historia de la literatura, porque en esto la competencia es alta. Pero sí que ha sido el escritor que se autoretrató como tal en un cuento. No son pocos los expertos que sugieren que el patito feo en verdad era el cuentista feo. Y puede que así sea,  como también lo es que este gran escritor fue uno de los escritores más atormentados y desdichados, pese a lograr un reconocido éxito en vida.

Su vida desde joven fue un triunfo arrollador – y tal vez involuntario – sobre el fracaso y la frustración. Es probable que hoy en día fuera un modelo del marketing de la autoayuda. Y su correctivo doloroso, si uno mira más allá de las legañas publicitarias: con catorce años, H. C. Andersen se mudó a Copenhague (nació y se crió en Odense) porque quería ser primero cantante y luego bailarín y, si la cosa seguía bien, también actor. Lo probó con lo primero, pero – cosas de la adolescencia – este prometedor soprano sufrió un cambio de voz (a peor). Así que lo intentó como bailarín, pero – cosas del crecimiento – tenía los pies muy grandes y era torpe como un patito. Y, para ser actor (que también lo intentó), era demasiado feo.

III

El escenario de este cúmulo de frustraciones fue el Teatro Real de Copenhague. Pero el lugar donde se hundió – o lo hundieron, pues Hans Christian Andersen encajaba los reveses de un modo que hoy diríamos muy personal  -, fue también el que le ayudó a descubrir su auténtica vocación. Jonas Collin, el director del Teatro, le costeó los estudios y le ayudó a canalizar en la literatura no sólo sus continuas frustraciones sino – y especialmente – su portentosa imaginación.

No sé qué habría sido de C. H. Andersen de haberse obcecado por ser lo que no podía ser. O por hacer lo que hoy en día uno de esos coach personales le recomendaría: luchar para cumplir sus sueños. Lo que está claro es que de haber insistido en sus sueños de hacerse cantante, bailarín y actor, millones de niños – y no tan niños – se habrían perdido a uno de los mejores narradores de cuentos de hadas de la historia.  

IV

Hay otro personaje ilustre atormentado y de aspecto físico poco afortunado que corona las letras danesas, también reconocido con estatuas y calles por toda la ciudad (aunque menos leído). Josep Pla se refirió a él en El quadern gris como “un capellà protestant danès” (un cura protestante danés). Pla se refería a Soren Kierkegaard y, en concreto, al ensayo que Joan Estelrich le había dedicado en La Revista de López-Ricó en 1918. Por entonces Kierkegaard era un completo desconocido en España, aunque había sido Unamuno, antes de Estelrich, su primer difusor. Hoy en día Kierkegaard forma parte del canon filosófico, aunque en su tiempo no fuera tan reconocido y aplaudido como lo es ahora (quizá tuviera razón Pla en llamarlo “cura protestante”, aunque fuera un “cura” díscolo que polemizó con media ciudad; lo que en cualquier caso hizo de él un pensador, no en un cura).

Kierkegaard es, también, el filósofo que vela uno de los pocos lugares que considero sagrados, aquí en Copenhague y en el mundo entero. Justo detrás de la Biblioteca Real (situada en el edificio conocido como El diamante negro), delante del Museo Judío, hay unos jardines donde reinan la paz y la angustia del pensador danés. Es un lugar por lo general tranquilo, con pocos visitantes; incluso en días soleados, cuando no hay jardín o parque que escape a la alegre muchedumbre local y turista. Es también el lugar donde me suelo escapar cuando alguna idea me atormenta y necesito un remanso desolado donde atormentarme, liberarme o, simplemente, lo que hoy en día se dice “desconectar”, que no es otra cosa que lo que reivindicaba este filósofo: la individualidad.  

V

Leo que Kierkegaard murió a los 42 años y reclamó como epitafio dos palabras: “Aquel individuo” (“Hiin Enkelte”).