Soy un hombre nuevo. Mi vida ha dado un vuelco. Ya no soy la persona que era antes. Jamás volveré a enfocar la existencia del mismo modo. He pasado hora y media en las mazmorras del infrahumor. Yo he asistido al estreno de Los Morancos en positivo.

Hace ya casi un mes que estos simpáticos señores de La inercia me enviaron a ver Más mellizos que nunca, el espectáculo de Bertín Osborne, del que ya les hablé por aquí y aquí (a partir del minuto 24). Que me mandaran de nuevo al gran Teatro Olympia a ver a los Morancos solo puede significar dos cosas: que quedaron satisfechos con mi trabajo, o que lo odiaron y querían CASTIGARME.

¿Qué es Los Morancos en positivo? La descripción oficial del espectáculo es la siguiente: «Una actual y renovada puesta en escena, será el marco donde los hermanos Cadaval, nos enseñarán a ver el vaso medio lleno y donde nos ayudarán a ver ese lado bueno que todo tiene, pero a veces cuesta encontrar. Una inyección de energía y positividad tan necesaria en estos tiempos que corren».

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Yo debí de ir a otro espectáculo, porque lo que me encontré fue un compendio de chistes más viejos que la tos, chistes de pedos, de mariquitas (no de homosexuales, no, de mariquitas), sobre Paquirrín, sobre Belén Esteban, sobre Falete… ya ven, humor vanguardista y nada manido. Y sin embargo, el público, compuesto por una mayoría de señoras y algún que otro salpicón de treintañeros aquí y allá, se partía. Pero partirse de dar saltos en el asiento de los que mueven la fila.

Esta vez no me tocó estar sentado junto a tres señoronas, pero las eché de menos, pues mi acompañante en este viaje a los sótanos del humor fue una mujer de cuarenta y tantos de voz ronca y que apestaba a alcohol cosa fina. Claro, que visto el espectáculo, quizá fuera una mujer sabia que sabía de la necesidad de ir con las neuronas anestesiadas para aguantar eso. No crean que no sopesé ir con una cervezuela encima, pero me pareció poco profesional y, a fin de cuentas, no podía ir con la mente enturbiada, ¡tal vez hubiera perdido los matices de los chistes! O bueno, no.

Y es que los Morancos son los Nolan del humor, ya que, a cada chiste que hacen, ven necesario apostillarlo con una explicación de por qué es gracioso. Por ejemplo, cuando Jorge (el alto), caracterizado de Antonia, cuenta que al marido de una amiga se le quedó medio cuerpo paralizado, tiene lugar el siguiente diálogo:

—Y el médico dice «su marido ha sufrido una trombosis, no va a poder mover la mitad derecha del cuerpo», y el marido se coge eso y se lo pone al lado izquierdo (el público ríe)

—¿Se pone el qué?

—¡Pues la chorra, hijo! (el público ríe más)

—¿Pero para qué?

—¡Pues para que no se le paralice! (el público ríe aún más, se vuelve loco de la risa, aplaude)

 

Menos mal que lo explicaba, ¿eh? Que si no, NO SE ENTENDÍA. Pues así con cada chiste. Con. Cada. Chiste. Y es que Los Morancos en positivo, por suerte o por desgracia, abandona el formato de otros espectáculos como Risoterapia y no se basa en la representación de sketches, sino que adopta la forma de un diálogo entre los hermanos Cadaval, bajo la pretensión de animar a Jorge, que está deprimido por la situación actual.

Los Morancos

Tan deprimido no estará cuando sonríe. ¡Timo!

Entre los intentos para animar al Moranco alto se encuentra instar al público para que le haga la ola al grito de «¡Ese Jorge, cómo mola, se merece una ola!». Sí, sí. Como lo leen. Pero eso no fue lo peor (a fin de cuentas, es una forma de caldear al no tan respetable público al principio de la función), sino que, cada pocos minutos, se intercalaba una canción. Y ya saben cómo son las canciones de los Morancos, ¿verdad?

Les pongo en situación: imagínense una parodia del Hoy puede ser un gran día de Serrat en la que, mientras César (el Moranco regordete) canta, Jorge se marca un Gangnam Style. Pues pasó. Imagínense a César cantando «¡positivo, positivo, positivo, veeeeeeeeengo en positivo!» con la música del spot de Crema Caballero. Pues pasó. Imagínense una parodia del Don’t Worry, Be Happy de Bobby McFerrin… mientras se proyecta una imagen de Bob Marley. Pues pasó.

Y lo peor de todo: imagínense a César Cadaval ataviado de Psy cantando ¡y bailando! una versión del Gangnam Style rebautizada cómo ¡Qué vamos a gastar!, que sustituye el estribillo por «qué, qué, qué, qué vamos a gastar / qué, qué, qué, si estamos fatal». En ese momento, que llega más o menos a mitad del espectáculo, mi mueca horrorizada se fue tornando en una sonrisa incrédula, que acabó mutando en una carcajada maníaca, no muy distinta de la que podría haber salido de la boca de cualquier personaje de Lovecraft que hubiese visto a un Primigenio.

César y Jorge

«¡Tekeli-li! ¡Tekeli-li!»

Por supuesto, también hubo hueco para el famoso Marica tú, esa parodia del Dragostea Din Tei que surgió hace unos ocho años y que, dentro de la bazofia que es, al menos tiene un bonito mensaje de aceptación de la homosexualidad… mensaje que fue acogido con frialdad por el público. Apenas se oyó alguna que otra risa, ningún aplauso y, en la parte que reza «¿qué importa si el niño sale gay / aunque cueste hay que gritarlo / ¡SOY GAY!» se hizo un silencio sepulcral. Y es que ya saben: para cierto sector del público, los homosexuales solo son tolerables como blanco de las bromas.

En teoría, el espectáculo dura dos horas. En la práctica, apenas duró poco más de hora y media. Sin embargo, gracias al fenómeno de la percepción temporal, para mí tuvo una duración de días. Nunca he pasado tanta vergüenza ajena en un teatro. Cada chiste viejo, cada comparación, cada disertación sobre cómo le gusta oler a Jorge sus propios pedos y los distintos tipos de flatulencias que surgen de su aparato excretor, cada risita de César ante uno de sus propios comentarios, cada chiste malo explicado; en fin, cada MORANCADA era como una fractura del húmero. Eh. Del húmero. Del hueso de la risa. Je. Jeje. ¡Ay, madre, es contagioso!

De todos modos, no crean que el espectáculo fue un fracaso: la sala estaba llena hasta la bandera, el público aullaba como hienas con cada chascarrillo, daban palmas para marcar el ritmo de las canciones y se levantó para aplaudir al final de la función. Claro, que si uno paga los veinticinco euros que cuesta la entrada más barata, se ríe. SE RÍE AUNQUE NO LE GUSTE.

Por mi parte, de entre las muchas anotaciones que tomé durante la actuación, me quedo con «GANGNAM STYLE: me cago en mi puta vida», que creo que es un resumen magnífico de la sensación que tuve durante la mayor parte del espectáculo: incredulidad ante el hecho de que se pueda hacer algo tan malo que eleve a Más mellizos que nunca al Olimpo del Humor.

O tal vez es que un paladar tan basto como el mío no sabe apreciar la sutileza y los matices de los Morancos. ¡¡JOSHUAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA!!

Javi Bóinez, Reflexiones de un tipo con boina