Melbourne. Aug. 29, 1976

Manfred Stanislav Grindcore era todo un putero. Quizá el putero más grande todo Nueva York. Y un puñetero misógino como los de antes (los buenos, los del siglo XI). Grindcore era un putero, un asqueroso borracho y una eminencia en propulsión aviónica de la NASA. Lo conocí en las navidades de 1973 durante una cena que organizó el partido republicano con el antropológico objetivo de recaudar fondos para la elección a la presidencia de Gerald Ford. Me invitaron como periodista del Yorker para cubrir el evento, y como suelo caer bien a la gente con chaqueta y corbata, me dieron un asiento en la mesa 17 del salón del Madison habilitado para la fiesta. En el estadio de los Knicks se encontraban aquella noche todos los hombres fuertes del partido; en la mesa 17 nos encontrábamos nueve personas que bien podíamos ser calificadas como “apestados de mierda”. Es decir, me sentaron con un grupo de colaboradores-simpatizantes-famosos-fracasados relacionados con el partido, gente que, por un motivo u otro, no encajaba en el star system del partido en Nueva York pero que, por otro motivo más raro, tenían que estar allí para hacer bulto. Me refiero a gente como Woodrow Punkball, el ex jugador de béisbol de los sesenta que estuvo una temporada en la cárcel por tráfico ilegal de exquisitos hígados de pato con extravagante sabor a cocaína provenientes de México. Le acompañaba una joven rubia, bien prieta en su vestido color lapislázuli como un cochino seboso en un saco de color lapislázuli. Se llamaba Lucy o Linda o Reincarnation of Light, no lo recuerdo bien; era el tipo de persona que tu memoria borra a los treinta y un segundos de dejar de verla. Otro comensal era Ludovic Stargate II, otrora Joe Galleto, el personaje de la serie Pasión con sordera de la NBC. Todos recordaréis lo que le pasó a Stargate II con aquella corista rusa. Aún vomitan en ciertos pueblos de la Unión Soviética. El tipo todavía conservaba parte de su atractivo a pesar de sus bien cumplidos cuarenta y tantos años, y a pesar del bisoñé bicolor. Su compañera era una joven feminista que olía a igual que un gimnasio de LA a las siete de la tarde en pleno agosto. Parecía inteligente y buena conversadora, siempre que hablaras con ella a dos metros de distancia. Por suerte, estaba situada justo enfrente de mi asiento. Se hacía llamar Pentesilea Jackson o algo parecido, y dijo que nunca me había leído, pues ella sólo leía autoras feministas y escuchaba a Miles Davis y todo esa sarta de mierdas modernas. A su lado se encontraba Holly J. Monsterass, un sordomudo y arruinado magnate del prolífico sector de cortinas de ducha de la Costa Este, y sus dos hijos, Leonard y Ursula. Leonard era un tipo de treinta y pocos, hijo de papá, perfectamente subnormal hasta que se metía dos rayas de coca y sus pupilas se agrandaban hasta lograr el tamaño de Monte Rushmore. Entonces se convertía en profundamente subnormal y vivía en un mundo interior de indudable fantasía. Ursula era… bueno, antes se llamaba Gregor y había sido aspirante a campeón nacional de pesos pesados. Ninguno de los tres hablaba mucho, cosa que se agradecía. Y a mi lado, el bueno de Manfred, el putero, el borracho, el ingeniero de la NASA. Y yo, ¿por qué en la mesa 17? ¿Por qué no con el resto de reporteros? Porque era, en poéticas palabras del futuro presidente Ford, un “tocacojones, comemierda y desagradecido”.

CONTINUARÁ