No descubro nada si digo que Daniel Johnston sufre de graves trastornos mentales o, hablando en plata, que está como una regadera. El cantautor de Palm Springs padece una psicosis maníaco-depresiva y eso es algo que va más allá de la anécdota y ha marcado su carrera profesional, para bien y para mal. Sin su enfermedad, es probable que Johnston no hubiera alcanzado la fama que posee (la demencia en el arte es una potente herramienta de marketing); por otra parte, ha supuesto un lastre insalvable que le ha alejado del circuito comercial arrastrándolo a los pantanosos terrenos del what if. Si quieren más información sobre el californiano, no dejen de ver ‘The Devil and Daniel Johnston’ (quizás el documental musical más importante de la última década). Si lo que quieren es leer algunas anécdotas para entender mejor el personaje y sus vicisitudes, sigan leyendo.

¿Quién es Daniel Johnston? Aceptamos artista atormentado, aceptamos por lo tanto la definición de genio, pero si nos centramos en lo personal tendremos que admitir también que su compañía no es especialmente grata. Quizás el suceso que mejor lo define tuvo lugar en su juventud, cuando volando en una avioneta con su padre, de repente se dio cuenta de que su progenitor era en realidad el diablo. Y eso no es poca cosa. Por lo tanto, se las apañó para quitar las llaves del motor y tirarlas por los aires. El padre de Johnston (cuya imagen, por cierto, dista bastante de la que existe en el imaginario colectivo de Satanás) era un experto piloto y consiguió hacer aterrizar el avión de manera que ambos salieron ilesos pese a destrozar el aeroplano.

La obsesión con Lucifer ha sido una constante en su vida. Un bucle del que siempre ha sido esclavo. De hecho, cuando su fama empezaba a crecer en los circuitos independientes, se negó a firmar un contrato con la discográfica Elektra Records porque estaba firmemente convencido de que los miembros de Metallica (que militaban en ese sello) vivían bajo el influjo de Satanás y lo querían matar. De momento, que sepamos, James Hetfield y los suyos parecen tener otras aficiones en las que ocupar su tiempo libre (como grabar discos reguleros), ya que no se ha registrado ningún intento de asesinato por su parte. Durante sus actuaciones es habitual que Johnston dedique larguísimos monólogos cristianos atacando a Satanás entre canción y canción.

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Más allá de estas paranoias de su vida diaria, la locura de Daniel Johnston que a mí me interesa es la que se desarrolla encima del escenario. Porque es en este espacio, cuando él se sabe el protagonista, con miles de ojos mirándolo fijamente, cuando su demencia puede transformarse o no en genialidad, cuando nuestras almas vuelven a erizarse sabedoras de que cualquier cosa es posible, cuando el mito se apodera de la persona y ésta pasa a ser un auténtico animal capaz de convertir la experiencia en una estafa o en el mejor concierto de la historia. Como aquellos futbolistas irregulares que igual no la tocan en todo el partido que te hacen un hat-trick en 10 minutos, Daniel Johnston juega a todo o nada, a blanco o negro, sin medias tintas. Decía Aristóteles que en la medianía está la virtud, pero esta máxima no es aplicable a Daniel Johnston: sólo cuando se sitúa en un extremo o en otro la liturgia adquiere su verdadero significado.

Durante varios periodos de su vida, sus conciertos podían durar 10 minutos o 70. Era capaz de ofrecer una actuación estándar en París y al día siguiente en Londres largarse del escenario al cabo de tres canciones. En algunas de estas míticas funciones se quedaba en silencio durante minutos y mirando al infinito después de haber tocado algunos temas, y de repente se largaba para no volver a aparecer. Ir a ver a Daniel Johnston era por aquel entonces lo más parecido a jugar a la lotería. Cualquier detalle de su día a día era significativo para la suerte final. Una foto antigua que trae malos recuerdos, una mala noche de sueño o el descubrimiento de un cómic podía decantar la balanza entre lo excepcional y lo inadmisible. O Johnston es excesivo, o no es Johnston. Aunque ya hace tiempo que estas peculiaridades forman parte de su leyenda, en la actualidad continúan reproduciéndose algunos estigmas. El último concierto del que existe constancia del músico californiano (fue en 2014) duró unos 25 minutos.

La historia que más me gusta de Johnston es la siguiente: en mitad de un concierto, en mitad de una canción, dejó de tocar, tiró su instrumento y empezó a gritar de manera exacerbada a todo el público presente «¡Todos vamos a morir!», para acto seguido empezar a correr y encerrarse en su camerino. Imaginen la escena y la cara de los allí presentes. Atlantic Records decidió que ya había tenido suficiente y lo expulsó de la compañía, siendo un despido que ningún juez se atrevió a catalogar como improcedente.

Es muy fácil, desde nuestra compasión cristiana, juzgar a Daniel Johnston por todas estas locuras, tenerle cariño desde nuestra arrogancia de personas normales, y yo soy el primero que, como demuestra este mismo artículo, caigo en la trampa. Pero hay que reconocer que por encima de todo Daniel Johnston tiene un talento innato para las buenas melodías y con su música se puede gozar. Por eso de tanto en tanto me gusta enchufarme alguno de sus discos maqueteros y disfrutar de su talento puramente artístico. Y con su música de fondo, a menudo se me dibuja una sonrisa traviesa mientras me lo imagino corriendo como un toro desbocado por el escenario, con sus 120 quilos de peso, proclamando a los cuatro vientos que «we are gonna die«.

Tres canciones, 283. La elección de Withor

DANIEL JOHNSTON – ‘HELD THE HAND’

@adriwithor