¿Hago caso al payo Juan Manuel cuando me aconseja que no me modernice? ¿Me pongo tontorrón, como los Buggles, si se lamentan de que el vídeo ha dado buena cuenta de la ‘radio star’? Aquí mi corazoncito musical tiene sus manías y sus días grises de viejo gruñón cascarrabias.

Escucho música por la calle, sin importarme que el mp3 se ventile esas ondas de relleno que al final dan igual aunque los puristas digan que se pierde calidad. No soy de la yihad del vinilo. Uso, que no abuso, la tecnología a mi alcance, porque si es triste piratear, peor sería comprar. Pero soy pelín hooligan cuando me tocan las costumbres que nos han forjado como consumidores en los años 90, muy dignos oye.

Me molesta, punto uno, que la gente a la que no le gusta la música escuche música. En general, a la gente le importa bien poco quién toca la guitarra o el bajo en tal canción, los créditos le dan lo mismo. Hoy la música suena en cualquier lado, como ruido de fondo, en el dentista, en los ascensores, en el Carrefour; los discos se bajan en cualquier sitio o se compran y se regalan, hacen ruido, convertidos en un artículo de consumo más, en un soporte que no tiene demasiado valor. Los hombres tienen hipotecas, se van de putas, toman café pero no prestan atención a la música; no está en su vida, pues hay que ser bastante poco práctico para eso.

No soy fundamentalista pero de vez en cuando, llámenme romántico, gozo del placer de comprar un disco, tirarme dos semanas de mi vida quitándole el plástico (eso dice David Trueba) ponerlo y paladear las letras. Me reconforta toda esa liturgia, esos rituales que te hacen sentir un imbécil cuando, en plan ‘groupie’ quinceañera, vas a la tienda de discos el día en que sale el álbum de esos tres o cuatro artistas indispensables y te dicen que, por vivir en una ciudad media, igual tarda tres días en llegar y en las grandes superficies unas dos semanas, con suerte, chaval. Por otro lado, también soy fetichista y suelo comprarme los discos originales (en el improbable caso de que encuentre una tienda) aunque ya los tenga escuchados hasta la saciedad.

El futuro

Me molesta, punto dos, que el single de Ariel Rot esté antes disponible en politono que para escuchar como Dios manda en su página web o en la radio, si algo queda de ella, o plasmado en un vídeo. El signo de los tiempos, supongo, o la dictadura del mercado.

Me violenta acumular música en el disco duro como si no hubiera mañana, discografías enteras inabarcables en tres vidas; yo, talibán del último grito, declino picotear sin ton ni son, y opto por ir recuperándolo todo, prestarle las escuchas que hagan falta a un tema, descubrir ese matiz perdido a una canción que escuchaste hace meses, aun a sabiendas de que te estás perdiendo la última novedad. ¿Qué más da? Seguramente hay un disco espectacular del año 78 que no escucharás en tu vida.

Los tiempos ya han cambiado y están volviendo a cambiar y van a cambiar pronto, ya, ahora, mañana, pasado. Y yo, que llegué a BUP haciendo trabajos con la Hispano Olivetti y tengo (aún) un Nokia 3310, me acostumbro ya a no perseguir esa canción que racanean por la radio y a obviar las listas de venta que antes eran catecismo (¿tienen algún sentido hoy en día?).

La música es música (hoy en día hay más cantidad y calidad que nunca) y lo demás son soportes, negocios o industrias. Pero se me ha estropeado la minicadena y es probable que me compre otra porque los grandes discos hay que escucharlos ahí. Y espera que no me presente en casa con un magnetófono, un walkman y un ‘cassette’, porque con Felipe vivíamos mejor y en mis tiempos sí que había buen rock’n’roll (me vengo arriba) y no el chumba-chumba de hoy en día de los chavales, que no tenéis ni puta idea. Ya está, ya pasó. Intereconomía, traguito de Iniston y a la cama…

raúl