Sospecho que existe una relación directa entre la recuperación de las fronteras nacionales y la proliferación de etiquetas con las que nos definimos. O con las que nos obligamos a definirnos: no se atreva usted a no saber si es diurno o nocturno, introvertido o extrovertido, alpha o beta, neurótico o psicótico, romántico o lógico. Si pone los cuernos ya no será infiel sino «no-monógamo unidireccional», si se juega las perras montando su negocio porque el paro aprieta ya no será empresario sino «emprendedor por necesidad«. Elija una dieta (crudivegano o paleocarnívoro), elija un fandom (whovian, ringer, sherlockian), elija un país y hágase su tarjeta de presentación. El «conócete a ti mismo» de los clásicos se ha convertido en una suerte de elección de clases de juego de rol: yo me pido elfo ladrón del Reino de Freedonia con dos puntos de persuasión, ovolacteovegetariano, friki y fumador social.

Para entender esta sobreabundancia de descriptores nos es útil ver cómo describe Lipovetsky la «hipermodernidad»: desprovisto de instituciones absolutas (religión, estado, familia, jerarquía social) que fijen un orden, el individuo contemporáneo está obligado a elegir lo que será. Ante esta libertad sentimos una necesidad apremiante de «hiperreconocimiento»: no sólo quiero manifestar mi clase (que ya no es tanto social o de grupo como privada) sino que exijo que los demás la eleven a cuestión de estado. Buscamos etiquetas a las que aferrarnos no sólo para mostrar quienes somos sino para defendernos con ellas del avance de los otros: así se explica la multiplicación de textos con encabezados del tipo «10 cosas que sólo los introvertidos pueden entender», «¿Qué tipo de emprendedor eres?» o «20 cosas que sólo los torpes entendemos«. Los torpes, incomprendidos históricos.

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La terrible idea de fondo de todo esto está clara: los otros carecen por defecto de la empatía suficiente para reconocernos. En un mundo así se acusa rápido de «no entender», «no respetar» o «no incluir». Incluso movimientos de inclusión como el paraguas LGBT (ahora ampliado, por virtud del etiquetado, a LGBTTTI) se abordan desde lo que están dejando fuera: ¿qué hay de los pansexuales? ¿Y de los heteroflexibles? ¿Estamos marginando a los imbinarios?

Las corrientes de reconocimiento, inclusión y normalización alcanzan así puntos de ebullición delirantes que bloquean el lenguaje y el pensamiento mismo. Hace unos días una cuenta de Twitter vegana lamentaba la asignación de géneros a animales que podían no tener percepción de éstos al llamarlos «gatos, perros y conejos» y no el neutro propuesto «gates, perres y conejes». Poco se dijo del hecho de que si estos animales no tenían percepción de su propio género, menos la iban a tener de los nombres que les poníamos. Fue una pirueta de la vida a la defensiva, la sublimación conceptual del agravio: la ofensa sin ofendidos.

El hiperreconocimiento no es más que la búsqueda de sentido, entendiendo «sentido» a la manera del filósofo Wilhelm Schmid, como «conexiones». Necesitamos conectarnos con el mundo y con nosotros mismos, encontrar anclas que aporten razón a nuestra existencia. Sólo si el mundo la admite y nos da valor tendremos la ilusión de ser algo más que lo que somos, una gota de agua en un océano. El tiempo pasa rápido y las cosas, incluidos nosotros, apenas son. Cada uno de nosotros está en camino de extinción. Apenas somos. De una verdad así, tan dolorosa (la verdad siempre es tragedia) es muy difícil no querer defendernos.

Algo así pasa con los delirios nacionalistas. No hablo sólo de los que me atañen, los inmediatos (español y catalán), sino de Donald Trump queriendo blindar una nación de inmigrantes, de Shinzo Abe hundiendo el pacifismo japonés o de Hungría pateando a los otros que buscan su protección y consuelo. La nación ya no se recupera (y aquí está el giro que a muchos nos ha costado ver) como «tribu», como conjunto de personas de las que depende mi bienestar inmediato y que constituyen la totalidad de mi marco social (en un mundo hiperconectado, la riqueza y la pobreza son inevitablemente de todos), sino como ampliación de nuestra defensa contra ese mundo que no nos reconoce. La nacionalidad es un escudo egoísta. El racismo contemporáneo (cristalizado en partidos de ultraderecha, en muros y alambres) no es tanto un rechazo a lo externo como una reivindicación de lo interno.

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La nación, como arcaísmo renovado, pasa de ser algo impuesto por nacimiento a una elección voluntaria para definirnos. Tener nacionalidad es añadir un adjetivo más a nuestra biografía de Twitter. Zizek habla del «pueblo» como de un «gran Otro» que nos impone un Destino y justifica nuestras acciones; un gran Otro, además, esquivo, que nunca puede tener cara: el pueblo somos todos pero nunca seré yo, ni mi vecino, ni tú. Lo escalofriante es que la vieja bruja Thatcher acertaba (pero por motivos equivocados) al decir que no existe eso llamado «sociedad». El «pueblo» nunca es ya «el bien común» (un acuerdo entre co-dependientes para minimizar el sufrimiento general y aumentar la felicidad global) sino una abstracción útil, una ampliación de nuestro ego y una frontera contra el infierno de los otros. Elegimos vincularnos al «pueblo» porque convierte nuestra pequeñez natural en injusticia, en falta de sensibilidad, en abuso de privilegio del otro. De repente cobra sentido que se nos ignore, que nos sintamos difuminados y figurantes de nuestras propias vidas: todo era un abuso.

Hace unos días alguien me decía en Londres que para los ingleses la crisis de los refugiados sirios había sido «la prueba de fuego de la Unión Europea» y que ésta había fallado. Me adelantaba que en el referendo sobre la salida de los británicos de la Unión votaría «sí» y vaticinaba el fin próximo de las vidas internacionales. Me costó rebatírselo. Soy incapaz de separar este proceso externo (el cierre de la frontera nacional) de ese otro interno que ha convertido nuestras redes sociales (espacios de conexión potencialmente infinita) en una series de torres enrocadas del yo. Vivimos en búnkers virtuales en los que nos aferramos con fuerza a cuatro o cinco etiquetas excluyentes (introvertidos contra extrovertidos contra, ojo, ambivertidos), en los que todos nos sentidos marginados y amenazados, en los que lo Políticamente Correcto se ha convertido en munición pasivo-agresiva.

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Siento una fascinación casi mágica por la frontera como terreno difuso, perdido, como lugar de encuentro y mezcla donde las normatividades chocan y los apriorismos se ponen en tela de juicio. Esas fronteras están amenazadas por otro tipo de fronteras, las que se construyen para separarnos, para herir al otro que pretende acercarse a nosotros, un otro sin empatía, insensible, grotesco, que amenaza con su mera diferencia nuestra propia identidad (y a mí, que llevo las etiquetas de filobudista-taoísta-humanista-hipermoderno, la identidad siempre me ha parecido un fantasma construido).

Dice Simon Critchley que la tragedia existe porque sentimos ira y la ira existe porque sentimos dolor, un dolor inextirpable, universal, que viene de ese mundo como marco de guerra del que habla Judith Butler. El mundo es un lugar trágico (también ridículo) y violento. Un maestro zen escribió hace siglos que «no hay estabilidad en el mundo, es como una casa en llamas», es imposible vivir en él mucho tiempo. Ahora que la hipermodernidad nos obliga a afrontar esta realidad, nos defendemos convirtiendo la tragedia innata en agravio personal, la diferencia en amenaza. En lugar de celebrar la vida nos defendemos de su naturaleza trágica inventando daños, levantando fronteras con alambres y etiquetas, viviendo a la defensiva.

@VtheWanderer