Dice uno de los protagonistas con el síndrome de Peter Pan de ‘Cuatro Amigos’ que  uno se da cuenta de que se está haciendo viejo cuando su jugador favorito de fútbol es más joven que él. Como ferviente admirador de la brujita Verón, y siguiendo esta máxima, podría respirar tranquilo aunque las resacas ya me duren más de un día. Pero no escondo la realidad. Mi juventud se evapora. Porque, en mi opinión, uno se da cuenta de que se está haciendo viejo cuando le deja de interesar la Copa América de fútbol.

Todo era cuestión de seguir un ritual. Con 14-15 años, esperar a que se acostasen tus padres y hacer zapping esperando la película guarrona de Telecinco. O, ya más crecidito, bordeando la mayoría de edad, irse a tomar algo y volver en el último autobús a casa. Luchando por alargar la noche lo máximo posible. Al final, de casualidad, a eso de la 1 de la madrugada, cuando la opción de irse a la cama empezaba  a ganar peso, siempre acababas topando con la Copa América.

Muchos descubrimos al gran Wanchope en la Copa América Colombia 2001.

El encuentro siempre era casual. No se luchaba contra el sueño esperando a que empezara el partido. Ni mucho menos se estudiaba la programación para comprobar si ese día jugaban Venezuela y Bolivia o Argentina y Chile. No se podría decir que la Copa América, en sí, fuese un estímulo. Durante la jornada laboral no se pensaba en ella. Ni siquiera en el equipo de Brasil. Sin embargo, noche tras noche, sin pretenderlo, se acababa viendo cualquier partido, por infumable que pudiera parecer.  Que muchas veces, lo era.

La Copa América fue durante aquellos años de pre-adolescencia como el postre que pides con desgana pero lo acabas saboreando aún sin tener hambre. Porque, seamos claros, con 14 o 15 años uno lo que quiere es follar. Meterla, vamos. Y ante la falta de sexo, sin polvamen a la vista, un partido de fútbol a las 2 de la mañana resultaba ser un buen calmante. La Copa América era fiel, muy fiel. Noche tras noche, aparecía y te ayudaba a sosegar tus más bajos instintos. Ver la Copa América no era mejor que follar, pero sí mejor que dormir.

La mascota de la Copa América Bolivia 1997. Un icono que ha marcado a generaciones y generaciones.

Y aunque prácticamente nunca vi un partido entero, existieron algunos momentos míticos, de aquellos que siempre son útiles para una conversación nostálgica, gintonics mediante. Ahí están los tres penaltis fallados por Palermo en un solo partido, el descubrimiento de un jugador que respondía al nombre de Ronaldinho, la exhibición de Aristizábal, el pasado presidiario de Richard ‘el Chengue’ Morales o el enésimo fracaso de Argentina. En realidad, no hay muchos más. La Copa América nunca fue generadora de recuerdos gloriosos. Respondía más bien al concepto de usar y tirar.

Pero llegó un punto, un tiempo después, en que todo cambió para siempre. Las prioridades eran otras. Las oportunidades, también. La Copa América perdió importancia. Se llegaba, incluso, a cometer la osadía de cambiar de canal aunque uruguayos y peruanos se estuvieran dejando la vida en el campo. Era verano y hacía calor. Pero no había ganas de fútbol a las 2 de la madrugada. En aquel momento no le dimos importancia. Pero ahora lo comprendemos. Habíamos empezado a hacernos viejos.

Withor