La música es baile y el baile es música, o no. El vals o el tango son tanto un conjunto de movimientos como un género musical, del mismo modo que los heavies tienen su headbanging o los indies hacen sus cosas al ritmo de Vampire Weekend. No hay estilo que escape a la dictadura motriz, y los clubes están llenos de patanes y patanas sacudiéndose con torpeza o aferrándose a su cerveza con pavor. Material para monologuistas baratos, y sin embargo se mueven.

A mí no me preguntes demasiado. El acto de bailar se me antoja pelín antinatural y me vence la pereza; acaso arranco algún aspaviento después de la séptima birra. La pista de baile, concluyo, es puro atrezzo para disimular que aquí hemos venido a agarrar una cogorza de pronóstico.

Sí soy, sin embargo, ducho en lo de pisar flechas. Ya sabes de qué va el asunto, ¿no? Dance Dance Revolution, ese juego que te hace saltar y trotar sobre arriba abajo izquierda derecha mientras escuchas horrible música j-dance. El ejemplo perfecto para sorprenderse con esos geeks de la viña del Señor hasta que lo usó Madonna. DDR supuso algo así como una religión para mi círculo en los años medios de carrera, y aún hoy me arranco si encuentro una máquina en un salón recreativo viejuno.

Vale también ‘Pump It Up’, máquina rival que usaba las cuatro diagonales y un botón central: más cómodo, más divertido, y con coreografías más estéticas. Había una de ellas en Port Aventura que era parada obligatoria en cada visita, y siempre que Jose y yo saltábamos a las tablas un considerable grupo de curiosos nos rodeaba. Hubo otra en un centro comercial de Tarragona en la que copé los primeros puestos del ránking, pero duró poco. Efímera gloria.

Alguna vez, como a todo el mundo, me arrastraron a clases de salsa. Recuerdo los apoltronamientos y el hastío en la barra de un pub decadente y barato observando a  divorciados desesperados, las terrazas en verano con falsos cubanos amaestrando a niños y borrachos, las exhibiciones de baile de barrio, los profesores hiperexcitados (¿hay diferencia entre un profesor de salsa y uno de spinning?).

También he probado bailes más delirantes, como aquella vez que Javi, Jose y yo fuimos a una lección de meditación muy new age. Comenzó bien, relajándonos, controlando la respiración, pero de repente la música aceleró y se nos pidió que bailásemos con los ojos cerrados y total libertad. Qué demonios. La idea me cayó simpática y creí entender el propósito y el beneficio, así que ahí me tienes, pegando botes y agitando brazos y piernas; eso sí, conteniendo una risita estúpida y abriendo los ojos (tramposo) para comprobar a mis compañeros. Más tarde, Javi confesaría haber hecho lo mismo.

En todo caso, resultaba mejor (y más fácil) que los bailes estrictos, programados, llenos de pasos encadenados, de llevar y dejarse llevar, de primeras, segundas y terceras. Si has ido alguna vez a la Feria de Abril en Sevilla, sabes de lo que hablo. Allí uno baila o bebe; yo me armé de mi mejor voluntad e intenté apropiarme de un par de movimientos. Acabé bebiendo mucho.

Para mí, ya ves, no hay vida bailable fuera de PIU o DDR, y la caída de los arcade me dejó sin ese vicio cinético. Creo que el universo conspira para que no baile. Por ello, si me encuentro por un desafortunado golpe de azar en un ambiente en el que se espera de mí que me marque unos pasos, agarro una cerveza, echo un vistazo por si hay monologuistas cerca y me aferro con ganas a la barra más cercana.

V the Wanderer