Dice Terry Pratchett (con mucha retranca) en su novela Dinero a mansalva, que «el más entendido de los seres» es el hombre del bar. Ya saben, ese tipo de palillo en boca que acompaña cada frase con un enérgico manotazo en la mesa. En Una más y nos vamos, que transcurre en un bar cerrado, no nos encontramos con ninguno de ellos, pero sí con elementos igual de crispantes.
Una más y nos vamos (en el Teatre Talia de Valencia hasta el 19 de mayo) es una historia de improbable amistad entre dos tipos completamente opuestos. Por un lado tenemos a Charlie (Mauro Muñiz, alias «Don Mauro»), el rockero (o su versión más pocha y rancia: «roquero») dueño del bar Charlie’s; y por otro está Humberto (José Luis Gil), un hombre apocado, con pocas experiencias vitales en su haber y que aún vive con su madre.
Esta extraña pareja se conoce cuando Humberto va a Charlie’s en busca de pan para torrijas que le ha pedido «su mujer». A raíz de esto, se crea una disquisición filosófica con Charlie sobre si los antojos son antojos o caprichos, y su relación amor-odio se forja.
La obra, creada por Carolina Noriega y el propio Mauro Muñiz, tiene un serio problema: su duración. No es que sea especialmente larga, de hecho, apenas dura los noventa minutos de rigor, pero realmente el guion no da para tanto. Gran parte de los diálogos son discusiones de besugos en los que se les da la vuelta a un mismo concepto durante varios minutos sin realmente llegar a ningún lado y sin que la trama avance en absoluto, haciendo que el espectador note cómo su butaca se va haciendo cada vez más y más incómoda.
No solo los diálogos están alargados cual capítulo de serie española, sino que Una más y nos vamos tiene lo que yo llamo el Síndrome de José Mota, que consiste en coger un chiste y exprimirlo hasta la saciedad, hasta que al espectador solo le quedan dos opciones: reír o morir de pura desesperación.
Estar aquejados de esta fatal dolencia durante el proceso de escritura es la única explicación que le encuentro a cosas como que una de las viñetas en las que se divide la obra gire casi exclusivamente en torno a la vida sexual de Humberto, a quien Charlie increpa numerosas veces preguntándole si «es maricón o virgen». Ya ven, un gag que haría las delicias del mismísimo Arévalo, paladín de la haute comédie.
Por si la irritante repetición ad nauseam de los chistes no fuera suficiente para que el espectador lo captase, la obra toma buena nota de las enseñanzas de Christopher Nolan y opta por el camino didáctico: explicar los chistes «por si acaso no se pillan». Así pues, nos encontramos con diálogos como el siguiente:
—¿Tiene pan para torrijas?
—¿Tengo cara de tener pan para torrijas?
(risas)
—No sé, como si existiera la «cara de tener pan para torrijas».
(más risas)
Eso es la versión abreviada. La real dura como unos tres minutos. Desesperante.
A la función no le hace ningún favor la decisión de insertar vídeos con el televisivo Eduardo Gómez hablando sobre el amor. No porque no tengan gracia (que también), sino porque suponen una seria ruptura del (ya de por sí lento) ritmo de la obra y no aportan nada a la historia. Lo mismo ocurre con el epílogo, este ya protagonizado por Charlie y Humberto, en el que el gag final supone una contradicción con toda la obra y la escena anterior. La comedia por la comedia, dejando de lado a la coherencia.
En la parte positiva, el reparto cumple sobradamente. Mauro Muñiz hace una notable interpretación de un papel que le viene como un guante (que no es más que otra manera de decir «casi hace de sí mismo») y consigue transmitir su angustia en las escenas más dramáticas, además de brillar, claro está, en las partes cómicas. También tiene un pequeño interludio en el que toca una triste melodía de piano que no viene mucho a cuento, pero en fin, es el compositor de la música de la función, y hay que perdonárselo, hay que dejarle que demuestre que SABE.
Por su parte, José Luis Gil está enormérrimo en la piel de Humberto, un hombre inseguro, apocado y con pocas habilidades sociales, que sin embargo se va desmelenando conforme avanza la trama y se arrea unos cuantos lingotazos. Mi relación con Gil se limita casi exclusivamente a su (gran) labor como actor de doblaje, ya que jamás pude aguantar un capítulo entero de Aquí no hay quien viva ni de su pariente telecinquiano La que se avecina. Por eso, ha sido para mí un gusto ver que se desenvuelve con total fluidez por el escenario y que posee una gran vis cómica. Sin lugar a dudas, lo mejor de la función.
Si bien Una más y nos vamos no consiguió sacarme más que un par de sonrisas aisladas (una de ellas gracias a las aptitudes bailongas de José Luis Gil), el respetable se reía casi con cada frase que salía de las bocas de los actores. Incluso con frases cuya faceta humorística no logro encontrar por más que les dé vueltas, como «hola, Charlie». No estoy hablando de risas tímidas, eh. Estoy hablando de carcajadas de las de palmada en el muslo, de estallidos de hilaridad seguidos de la repetición por parte del espectador de la frase que tanto le ha hecho reír. Estoy hablando, en resumen, de un océano de risas que rodeaba mi islote de impasibilidad.
Quién sabe, igual es cosa mía. Igual no soy el público objetivo. Igual fui el único que no se sentó sobre una fuga de gas. No sé, vayan a verla y me cuentan. Este crítico les estará esperando, ahogando sus penas, en el bar.
Javi Bóinez, Reflexiones de un tipo con boina