Es poner un pie en Borja y sentirse uno un intruso, un sucio curioso más que va a lo que va: a ver el Ecce Homo de Cecilia y, en consecuencia, a tocar los huevos del vecino en este pueblacho apacible y lánguido, a pesar de que desde hace un año no deja de recibir visitantes a decenas de miles. Está en Cuenca, entendido eso, claro, como metáfora de la lejanía, porque en verdad se extiende en medio de la nada en la provincia de Zaragoza.

Imaginé que el santuario de marras, donde habita la obra de arte, estaba céntrico, en algún casco viejo o algo así, pero no. El GPS dice que toca salirse del pueblo y enfilar una carreterilla de mierda y empinada, que empieza a subir a medida que nos genera una duda: ¿Caminaría Cecilia Giménez los seis kilómetros y pico del pueblo hasta el santuario?. El lugar no está accesible ni bien señalizado; apenas un par de indicaciones, como si la singularidad del cuadro más famoso de los últimos tiempos fuera ya suficiente, o como si la explotación turística hubiera que disimularla un poco, arrinconarla en la casualidad.

Abrazo cierto borreguismo: es inevitable saberse uno preso de la gran rueda de la cosa pública, admitir la falta de originalidad y asumir la vertiente más superficial del turista, pero qué le vamos a hacer. Soy el último eslabón de una secuencia infinita de hashtags, noticias y parodias; de trending topics, ‘me gustas’ y reportajes de La Sexta. Si se para uno a pensar por qué demonios estoy yo aquí acabo haciendo una tesis sobre la ‘agenda setting’ y hasta hablando de McLuhan, así que lo mejor es aparcar.

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En un montecillo está la iglesia, junto a un albergue y un bareto donde cuatro viejas juegan a algo. Fantaseamos con que Cecilia ande por ahí echándose una brisca, pero no. Es viernes por la tarde y el sitio está casi desierto. Por supuesto, somos los únicos visitantes y eso nos hace sentir apurados, como con algo de vergüenza en tanto que invasores de una paz bucólica y ruralísima, obviando que a hacer esto que hacemos ha venido hasta gente de Japón y que el alcalde, lejos de renegar, está encantado.

Me da a mí que desde Puerto Hurraco un pueblo en España no alcanzaba tanta fama; ese azar poco fiable que te coloca en el mapa. Se pasa un parquecillo con buenas vistas, un vestíbulo y se llega a la parroquia, un santuario minúsculo, anodino, sin gracia, coñazo. Pagamos un euro, que es lo que vale la visita (el dinero irá para la reforma de la iglesia), y uno se planta, en el cénit de lo anticlimático (valga el oxímoron), delante de la pared donde está pintado el Ecce Homo de Cecilia. En esa columna desconchada y acordonada, la pintura bajo una lámpara, como si fuera un calendario, o un almanaque, por aquello de mimetizarse también lingüísticamente con el entorno.

Ahí sentí cierta solemnidad, un poco de respeto tontorrón, como si atisbara a un famoso y, no es coña, exactamente la misma sensación que cuando vi la Gioconda: algo más pequeño de lo previsto, muy visto, muy trillado y supuestamente importante. Como toda gran obra, llevó consigo una consustancial y liviana decepción, una especie de ridículo ‘no es para tanto’, como si en realidad, por lo que había visto yo por la tele, lo tuviera que ser y me debiera epatar como ‘El Jardín de las delicias’.

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Entonces no vi tan lejos la España más profunda que cañí de Carlos Jesús (hasta guarda un cierto parecido el lugar con aquella ‘consulta’), ni la de las caras de Bélmez, ni la de Chiquito de la Calzada, ni la de los santeros o la de las señoras que han visto a la Virgen en Castrillo de los Polvazares y han montado el chiringuito, sólo que esta vez estaba la globalización vía internet, y de ahí que ese Ecce Homo desfigurado, que tiene algo entre lo abismal y lo inquietante de ‘El grito de Munch’, se me acabe antojando un icono de la postmodernidad, casi una bandera de la cultura pop.

Ahí se incluye, por ejemplo, su uso irónico y omnipresente, válido en cualquier evento, y hasta para expresar cierto desencanto juvenil, una ligera vuelta de todo, un poco como si fuera un ‘meme’ generacional. No quiero enfangarme en la antropología, así que mejor salir y ver, en otra de las paredes, lo que parece un ‘work in progress’: el Ecce Homo original, bien lustroso, la versión chunga y desgastada, que pedía una restauración antes de que llegara Cecilia y, por último, la tercera, la que todo el mundo conoce y que, en su viralidad enloquecida, ha acabado hasta en una aplicación de iPhone.

Preguntamos por la exposición de Cecilia en las cercanías pero ya terminó, tan efímera como acaso inmerecida. Era una muestra de 25 cuadros intuyo que insulsa, porque la sombra del otro ‘one hit wonder’ involuntario es alargada e insuperable, pese a lo volátil. Más de un año después, pedazos de esa historia aún se colaron en un breve en mi periódico: la familia del pintor original pide que se rerestaure (?) el cuadro, o arreciará querellita; últimos coletazos de vana polémica.

Dejamos el santuario y salimos de Borja con el ‘mea culpa’ del foráneo mainstream. No es para dramatizar, porque en verdad llevo cuatro días en esa misma línea: vengo realmente de Pamplona, donde me he recorrido los lugares del encierro de San Fermín como en un ritual para homenajearme a mí mismo y a mis años viendo los toros por los adoquines navarros. Ayer sería la tele, hoy twitter; en fin, porquería de turismo mediático.

raúl