En los despachos de La inercia hay un cuarto con cajas que acumulan un montón de sinalefas y sinéresis, y algún que otro endecasílabo, encadenado incluso. Aquí somos muy de anáforas y encabalgamientos, y no no gustan para nada, oye, el metaplasmo, el asíndeton, el apócope y la prosopopeya. Si hay que elegir entre el apóstrofe y el oxímoron nos quedamos con el quiasmo. Y madre mía si nos tocan un pelo de nuestros alejandrinos. Que le parta un retruécano a quien ose faltar al respeto a estas tres canciones. Y ya disculpará usted tan hiperbólica intro.

La elección de V the Wanderer

AUN J-CLASSIC ORCHESTRA – 風の通り道 (KAZE NO TÔRIMICHI)

Al caminante le dicen una frase de un tipo que lleva en sus piernas más de 13.000 kilómetros corridos: «hasta en la caja me iré moviendo».

El caminante piensa que es feliz. Esto, que se dice con tan pocos fonemas, tiene un peso condensadísimo. Es feliz porque le fascinan el aire, los sonidos, los ratos más intranscendentes y plácidos con buenas compañías. Le fascina su cuerpo cuando le duele y cuando no, cuando engulle kilómetro tras kilómetro y no se queja o se queja con gusto. Al caminante le hace feliz caminar, correr, pensar, estar vivo. Alguien le dice que no sonríe; él piensa que no le hace falta.

Al caminante le gusta escuchar o rememorar tonadas como ésta cuando camina. Suenan a tierra, a ríos, a paisajes lejanos. Le enseñan que el mundo es un lugar asombroso, lleno de vida, misterios y aventura. Le recuerdan a una de las películas que más le hacen sonreír, aunque no le haga falta. Se pierde en los recovecos de esta reinterpretación con instrumentos japoneses tradicionales (koto, shakuhachi, tambores taiko) de la banda sonora que compuso Joe Hisaishi para ‘Tonari no Totoro’, de Hayao Miyazaki, y piensa que es una buena marcha con la que resumir la felicidad.

La elección de Withor

ARETHA FRANKLIN  – I SAY A LITTLE PRAYER

A veces da pereza enfrentarse a los clásicos. Leerse un Pulitzer, ver una película de los 40 premiada con 7 Oscars o escuchar un disco catalogado como obra magna, puede hacer que nos veamos a nosotros mismos diminutos, delante de una montaña inmensa. Es un problema de percepción: adentrarse en una obra con la sensación de que no puede no gustarte, de que lo que estás leyendo, aunque te esté aburriendo, son palabras juntadas con precisión. Es el miedo a no poder opinar, a sentirse indefenso ante la obra. El temor ante lo clásico es el miedo a no poder ser tú mismo, a verte limitado ante el hecho de que, más allá de lo que uno sienta, el clásico se impondrá en la batalla porque millones de personas ya se han encargado de que así sea.

Últimamente, y sin ser premeditado, me he enfrentado a unos cuantos clásicos. Empecé leyendo ‘La Conjura de los Necios’ a sabiendas de que estaba ante una obra maestra. Y he tirado de torrents para agenciarme películas en blanco y negro como ‘El Halcón Maltés’, ‘Ser o no ser’, o ‘Laura’. Y lo cierto es que me han encantado. Me he reído como un mono con Ignatius y su filosofía medieval. Y señores, debo reconocer que los thrillers viejunos son excelentes, y me los he gozado como buen amante del cine negro que soy, que cuanto más negro, mejor.

Se plantea, pues, la siguiente duda: ¿El hecho de leer libros o ver películas con un status delimitadísimo determina la percepción que se obtiene ante la obra? Pues quizás sí, quizás no, yo que sé, pavo. Yo sólo soy una persona a la que le da una pereza infinita tener que enfrentarse a los clásicos.

La elección de Raúl

NEURASTENIA – MIRO LA VENTANA

Se ve que la neurastenia, cuenta mi enciclopedia Espasa del año 82, es una suerte de ciclotimia, una montaña rusa de temor y cansancio, con bajón, tristeza y repunte de emotividad; un estado loco algo ingobernable con un pie en la psiquiatría y el otro en la poesía. Luego no viene una segunda acepción que hable de aquel grupo de larga vida y escaso e irregular alcance, un poco en el capazo con overbooking del rock urbano, donde una colaboración de Robe Iniesta era el gancho fácil, el perfecto trampolín, el aliciente para diferenciar a bandas cortadas con el mismo patrón, un tirón más efectivo que estampar en la carátula del CD aquello tan noventero de ‘Anunciado en televisión’.

Quizás por la voz de Extremoduro estemos escuchando hoy esta canción que, de otra manera, sin padrino, habitaría el olvido y saldría de vez en cuando de ese ostracismo cómodo si algún bar de rock, en alguna ciudad con bares de rock, la pinchara una noche de jueves. Da igual el sonido destartalado y precario, la cosa de garaje, el ritmo aturullado, el solo sucio, y poco importa que no sepamos quiénes fueron Neurastenia ni qué fue de. A Neurastenia se les rescata de higos a brevas en su justa medida, a veces en una conversación con un leve deje de reciente nostalgia, porque son simplemente eso: un gatillazo, una canción mal grabada, una copia brillante, el homenaje desfasado de un pelambreras que les lleva a estas alturas, en plan tributo, en una camiseta negra.