Hay un trabajo periodístico que cada vez hago menos: la criba de locos. La virtud, de hacerlo bien, no es baladí, porque le obliga a uno a olfatear como un juez o un polígrafo y discernir entre aquellos tipos que traen algo que contar, una noticia publicable, y los que pretenden colártela en beneficio propio, por motivos de interés injustificado, aburrimiento o ida de olla olímpica. Creo que eso se está perdiendo, porque ahora hay que desbrozar mentiras y verdades en la selva viral, y también porque yo me he visto abocado al periodismo estadístico, de datos (un coñazo cómodo que te va aburguesando) y se pierde, como dirían los románticos estupendos, el pulso de la calle, el pálpito del pueblo. Como contraste, la esperanza es que al final una cosa así dependa de algo tan prosaico como que tu edificio tenga segurata en la puerta (mi medio ya prescindió de él) y sea él quien haga la selección. Entonces se dinamitan los criterios informativos y afloran los estéticos, los que han marcado el derecho de admisión de toda la vida en bares y discotecas: ‘Lo siento. Con calcetines blancos no puedes entrar a explicar una noticia’.

Los locos, luego un chascarrillo en la conversación con un compañero, dan trabajo y miedo. En una llamada o una visita, en función del tono, se nos resucita la aversión infantil al asalto callejero en busca de monedas. La sensación es parecida. Desde hace unos años un señor me envía cartas, a veces varias por semana, manuscritas hasta por los bordes y el último centímetro de papel, con recortes de diarios, dirigiéndose a mí con urgencia, denunciando una persecución por parte de la administración, presumiendo de contactos en las más altas instancias judiciales y alertando de que tirar de la manta generaría poco menos que un colapso del país (este año la ha tomado con un becario que cogió un teléfono cuando no debía y la obsesión es, por lo menos, compartida). Entre el pavor inicial, la pereza de tirar del hilo y la llamada a la policía, se impone la comprensión ante el sujeto y la intuición de la dolencia, con lo cual uno atiende, escucha y se despide. Un periódico también se hace con estos satélites orbitando y en una redacción siempre se dibujan mapas del marrón: hay unos teléfonos que, cuando suenan, son más peligrosos que otros y conviene hacerse el ocupado o tener una comunión cuando llaman.

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Creo que nadie ha plasmado mejor esas amenazas que los Especialistas Secundarios. Con visión tragicómica, estos maestros de la fábula, en cada llamada alocada que hacían en su programa, pespuntaban el perfil del zumbado que telefonea al periódico con algún esperpento, y además, creyéndoselo, yéndole la vida en ello, ávido de recibir atención, desesperado por que alguien le haga caso. Ellos hacían humor pero para mí retrataban con cirugía la fauna que se deja caer por los medios mendigando púlpito. Un día la situación fue ‘puro Juan Carlos Ortega’. Descolgué el auricular y recogí el recado o el gag: un hombre felicitaba a un compañero por un reportaje sobre su madre y anunciaba que la señora acababa de morir esa misma mañana. Luego hay clásicos: un abuelo que traía la fórmula para salir de la crisis, otro con una grabación de un ovni sobrevolando la playa y, en el cénit de la hemeroteca, con publicación en portada incluida y aparición en ‘Crónicas Marcianas’, el vecino que decía haber descubierto un alien en un desagüe que luego resultó ser basura.

El último espécimen me llegó hace poco. Era un austriaco disoluto que rondaba las inmediaciones del diario y, en función del día, se colaba con una nueva historia. Siempre venía a destapar un supuesto escándalo, algo heavy que no podía demostrar y que prometía llevar a la competencia si no se le atiende. También lamentaba, con papeles escritos a mano, un acoso y derribo a su persona por parte del gobierno de su país. La mejor ocurrencia la trajo unos días después y yo, que la investigué durante un minuto con dos o tres búsquedas en Google, la dejo aquí por si acaso: el salto desde la estratosfera de su compatriota Felix Baumgartner era una farsa, un gran engaño orquestado en un plató, un paripé rodado en realidad en el aeropuerto de Reus. Dice que vio por la tele las imágenes en un bar de Salzburgo. No había más prueba ni argumento. Dejé la idea flotando en el aire, sostenida como leyenda urbana provinciana.

Aquella gesta deportiva y publicitaria ya llevará consigo siempre esta anécdota difusa, igual que, en esta descontextualización, adjuntará el estribillo pintoresco de esta canción: «Cuando tú me abrazas no puedo evitar pensar en ese deportista que saltó desde tan alto disfrazado de botella de Red Bull».

Tres canciones, 284. La elección de Raúl

ANALÍS – MI GRAN SALTO