Cuando Camus escribió ‘Le malentendu’, en 1943, el nazismo era un horror concreto y real, una amenaza constante esperando en el lindar de su puerta. Ahora, casi sesenta años después, las décadas y la cultura lo han convertido en una abstracción universal y pura del Mal. No extraña entonces que ‘El malentès’ (dirigida por Andrés Lima) apueste por hundir la obra en un expresionismo fantasmagórico y onírico, una apuesta estética que revalida los horrores y angustias de este pesimista texto sobre los fracasos del lenguaje.
Se cumplen cien años del nacimiento del escritor y el Teatre Principal de Palma lo conmemora con esta nueva versión de su opresiva tragedia, en la que un hijo pródigo vuelve al encuentro de su madre y su hermana sin saber que éstas se dedican a matar a todos los huéspedes de su posada. Estos tres personajes (con la asistencia de otros dos secundarios) y un par de espacios bastan para construir una prisión de secretos que aprietan por escaparse en cada frase.
La obra se interpreta en la Sala Petita, que nos recibe con una configuración atípica: en el centro, una larga pasarela sobre la que se reparten elementos de la escenografía; a ambos lados, los asientos desde los que seremos testigos de los hechos. Esta ruptura de la frontalidad tradicional del teatro, de su círculo mágico, me desubica y me incomoda: voy a estar a un par de pasos de la tragedia, sin barreras de altura ni de tablas. Aplaudo la decisión: el relato de Camus no ha de ser cómodo, nada nos ha de proteger de él.
La función arranca con un desconcertante juego de luces y proyecciones y una música (obra de Jaume Manresa, teclista de Antònia Font) que me recuerda al industrial más sucio de Trent Reznor o Akira Yamaoka. Sonidos desubicados, chirridos metálicos y cuerdas estridentes acompañan a unos paneles móviles que se abren y reconfiguran el espacio, mientras los protagonistas escapan de su interior y ocupan sus lugares. La obertura tiene mucho de performance pero no molesta, al contrario: estamos viajando a un mundo horrible, un mar de oscuridad mal quebrada por tonos amarillos y cristales sucios, y la llegada a ese mundo ha de requerir un viaje horrible.
Los actores se lanzan al texto y encuentro, acaso, el único punto negativo de la obra: la primera escena está interpretada con gran intensidad, con un volumen dramático difícil de digerir. Fuera de contexto y sin antecedentes, se hace difícil entrar en el código; además, ese voltaje complica el desarrollo de un crescendo en el camino al clímax. Nada insalvable: un par de escenas después estoy atrapado por las luces, las voces, la coreografía sobre un espacio roto y hostil, la potencia de un texto denso y asfixiante (maravillosamente adaptado al catalán balear).
El anciano sirviente de Camus ha sido sustituido aquí por una perturbadora chica joven que luce vestido rojo y botas negras, casi una presencia fantasmal (no habla, apenas nadie le habla) que recorre la escena colándose entre, y disfrutando de, el dolor ajeno. Es el único desvío respecto al original y refuerza ese aire simbólico, esa abstracción del nazismo hasta llevarlo a algo etéreo que lo cala todo. En cierto momento, la chica se pinta un bigote hitleriano y saluda con el brazo en alto mientras ríe histriónicamente. Su regocijo y malignidad subrayan un espacio en el que no hay salvación posible, en el que el rebuscado lenguaje de los protagonistas (muy habladores pero cargados de circunloquios y contenciones) los condena a un desenlace fatal fácilmente evitable.
Los sonidos y los juegos de luces expresionistas se mantienen, reformulando algunos soliloquios hasta convertirlos en pesadillas o ensoñaciones culpables. La escenografía se monta y desmonta, como algo vivo: en un momento nos encogemos con la sangre derramada debajo de una cama, en otro las paredes (empujadas por la sirvienta) se cierran sobre el protagonista, atrapándolo. Constantemente podemos oír el ruido del agua fluyendo, un fantasma (otro) de ese mar ansiado que supone la felicidad deseada u obtenida por los personajes, o tal vez de ese río cómplice de todos los crímenes.
En esta febril relectura del texto del filósofo francés, la sirviente sólo abrirá la boca para pronunciar la palabra final, un nihilista mazazo que pone punto y final a un agotador viaje por la desesperación: no. Aunque las luces se enciendan y aplaudamos a los actores, ahora liberados de sus actantes, esa negación ha ocupado todo el aire de la sala. Antes de irme, y al pasar junto al escenario ya vacío, siento la necesidad de cruzar la línea y piso con miedo la pasarela, como si al hacerlo fuera a encontrarle más sentido al absurdo del filósofo francés. La respuesta, claro está, ya me la ha dado antes la sirvienta.
No.
V the Wanderer