Vaya por delante el axioma de que la tele en verano es una mierda. Ahora déjenme echarle matices a ese dogma. A mí la basurilla estival me estimuló durante una época y, sobre todo, me generó vínculos emocionales. Como el que escucha tal canción y le transporta a un paisaje o le sume en un estado anímico, a mí, que hubo un tiempo en que fui alarmantemente teleadicto, lo que me tragué en unos cuantos julios y agostos de mi vida dejó un poso que aún de vez en cuando activa algún resorte vital.

Para mí la tele en verano fue la libertad, el ponerme disoluto, noctámbulo y pendenciero de una manera tontorrona y poco vinculante. El crapuleo era catódico: darme las dos de la mañana viendo la tele tenía algo novedoso, un cierto riesgo, una leve excitación, un viaje inocentísimo a lo desconocido, una fascinación adolescente. Quizás la semilla freudiana del trauma venía de la primavera, cuando en época de cole nunca me quedaba a ver ‘Esta noche cruzamos el Mississipi’, no por prohibición, sino por puras rutinas de madrugón escolar al día siguiente.

Así que años más tarde esperaba con ansias el relevo que Telecinco le daba a ‘Crónicas marcianas’ para aquellas semanas de canícula y sin horarios. Eran generalmente ‘lates’ de serie B (‘El puente’, ‘Más madera’, ‘En el candelabro’, ‘Les mil i una’), casi siempre facturados por el gigante Gestmusic, con personajes que iban de Juan y Medio al Padre Apeles, pasando por Carmen Vijande, no tanta prehistoria de la televisión. Aunque viendo por dónde han ido los tiros después en cuestión de fauna, no cabe escandalizarse; germen todo eso (o de aquellos polvos vinieron estos lodos) de los debates estériles, el paseo de freaks, las peleas o la sordidez, la fórmula de Javier Sardà.

bolosUn trozo de nuestra historia: la prueba de los bolos en el Grand Prix del Verano

El verano fue también una conexión ancestral con el deporte televisado. El atracón de Mundiales y Eurocopas fue el preceptivo: parrillas enteras, programaciones especiales y partidos míticos, buenos, regulares, malos y horrorosos, que ahí es donde fermenta la mística (y si, por desfase horario, era a momentos intempestivos, mucho mejor). En ese punto, mis veranos perdidos se materializan en la mano de Zubizarreta doblegándose ante el tiro escoradísimo y sin peligro del nigeriano Lawal. Lo rememoro: iba yo a irme a la playa cuando España perdió 2-3 ese partido del Mundial de Francia 98, y aquel instante también televisivo fue una pesada losa, un encuentro icónico de la frustración para los futboleros de mi edad, que acaso nos hemos deshecho de ella recientemente.

Y siguiendo con el deporte: ahora, mientras veo de refilón el Campeonato del Mundo de Atletismo de Moscú, recuerdo especialmente el de Sevilla, año 1999. Andaba yo con la pata tiesa por un fenomenal esguince de tobillo en una pachanga callejera y me tragué, sin criterio y pierna en alto, todos aquellos Mundiales. Hay algo más. Me acuerdo de series: ‘Doctor en Alaska’ o ‘Los Flodder’ de madrugada, o ‘Everybody Loves Raymond’, por la tarde o, joder, en plan púber, hasta ‘Los rompecorazones’ por la mañana; y todo aquel magma de productos de perfil bajo, muchos de ellos servidos en reposiciones, fue configurando veranos ingenuos y felices y topicorros en esa nostalgia barata de tardes infinitas pelándote las rodillas jugando a fútbol. No profundizo, por trillado y ser patrimonio universal, en el Tour de Francia, un monumento imperial a la siesta perruna e interminable.

La palma de todo aquello se la lleva, es de libro, un programa como Grand Prix, cuyo estreno marcaba un poco el solsticio. Ya era verano si volvían a salir por la tele Ramón García, el Maestro Leiva y la vaquilla Revoltosa. Aquello era la verdadera salida de la hibernación, mención aparte para el osezno King África, y el auténtico saludo a los calores rezumando una españolía incontestable. Hoy esas batallas ya no se libran, pero antes las cadenas aireaban la monotonía de todo el curso a base de piscinas, vaquillas, playas, pruebas refrescantes y poca ropa. Audiencia fácil o la rémora de Berlusconi. El Karaoke de Telecinco nació por entonces y aportó también, como el propio Grand Prix o Hugo en los colegios, algo tan identitario y nuestro como la itinerancia por los pueblos de las Españas profundas. Era, en el fondo, la reivindicación y el lucimiento de la fiesta mayor como algo casi antropológico.

sorteoEl final del verano es esto: el sorteo de la Liga de Campeones

Hoy las cosas se han reformulado, pero también queda algo de aquellos impulsos atávicos. Nuestra adicción aflora en pretemporada. Los estertores de agosto nos han quitado filtros de calidad y el hambre de fútbol nos lleva a tragarnos cualquier partido insulso por la tele: un Olympique de Lyon-Real Sociedad o un Celta-Espanyol sirvan de ejemplo, encuentros que de ninguna forma veríamos el resto del año. Uno, entre el calor pegajoso, el ventilador y la guardia baja, se sigue aferrando a esas cosas en el zapping. Todo eso, incluido el sorteo de la fase de grupos de la Champions, también es verano.

Pero de la misma manera en que todo aquello constituía el subidón de sentirse libérrimo, el bajón era memorable. Mis finales de verano no eran la pena del romance fugaz perdido, ni la mirada penosa a la fiesta donde uno hubiera podido cometer diabluras, ni el temblor por los exámenes de septiembre. Estaban asociados más bien al adiós de todos aquellos espacios de dudosa calidad, de puro trámite para el programador, a la espera de lanzar artillería en otoño. Me sobrevenía entonces la pochez acaso por el advenimiento de la vuelta al cole, por el desprenderse de aquel planning ocioso, que incluía también la posibilidad del buen aburrimiento.

Todo aquello, siempre muy ligado a la televisión, dolía como lo hacían durante el resto del año los goles postreros de la jornada de liga que escuchaba por radio. O igual que cuando acababa el programa ‘De domingo a domingo’, que me sumía en una depresión pre-lunes, con un miedo genético al colegio. Algo similar sentía, casi como en una asociación de raíz pavloviana, cuando terminaba agosto y con él la parrilla entrañablemente abominable de la tele. Cuando había pueblucho ganador en el Grand Prix, nos devoraba ya esa sensación, a la que la noche del 31 de agosto (la exactitud no es figurada) terminaba de dar la puntilla con ese bombardeo de anuncios de fascículos que proclamaba más que ningún calendario que el verano expiraba y con él, la tele de mierda.

raúl