Mi trabajo me obliga a tener una visión no sólo provincial sino provinciana de las cosas. Un prisma pueblerino que desdeña lo de afuera, un nacionalismo periodístico atroz que reclama DNI y dirección como credenciales para prestarle atención a alguien; casi una limpieza étnica que desbroza el bosque de fuentes para quedarnos con las vecinas y llevarlas bajo palio. Eso puede volvernos peligrosamente aldeanos si no fuera porque, en la convención, hemos hallado la fórmula de narrar los grandes acontecimientos del mundo y la humanidad con esas voces, aspirando a ese reto en el que no hace falta explicar todo el universo sino una porción, una historia que lo sustente, y que deberá ser local, cercana, porque sólo de eso dependerá la empatía. El resultado es que la deformación profesional te lleva a dar con testimonios y visiones de tu ciudad, de tu comarca, allí donde halla un hito, una catástrofe, un jaleo.

En la cúspide de la globalización y los azares, siempre habrá un conciudadano que estuviera el 11-S en el piso 89 de una torre gemela o un terrorista que planeara cerca de tu casa el mayor atentado de la historia de la humanidad o un vecino superviviente de un tiroteo en un museo de Túnez escenario de una afrenta yihadista. Por haber, siempre habrá algún tío de tu barrio en el gobierno de Corea del Norte, tu pueblo saliendo en Wikileaks, un compañero de pupitre fichando por el Barça, alguien de casa subido en un avión que se estrella o un montón de habitantes de tu provincia a los que les ha sorprendido un terremoto, un tsunami o una Superbowl en la otra punta del mundo.

En la redacción ya hemos aprendido a no alarmarnos ante ese sucedáneo precario de la teoría del caos y al aleteo de la mariposa. Cuando sucede un hecho de alcance mundial, sólo hay que esperar: es cuestión de tiempo (minutos, horas) de que te enteres, tarde o temprano, de que ese suceso lejano y ajeno vaya a tener su arista próxima, el resquicio al que echarle el diente desde tu acercamiento reduccionista y parcial, siempre viciado. Entonces acorralamos esa realidad a nuestro gusto y la explotamos. En el fondo, sometemos y forzamos a diario la manida teoría del kilómetro sentimental (esa que dice que un muerto a la vuelta de la esquina despierta más interés que otro a miles de kilómetros de distancia). La noticia, de hecho, sería que lo sucedido no tuviera ninguna vinculación con ese entorno de referencia del que somos prisioneros, y así habría que estamparlo en la portada.

windsor2Una captura de la grabación del incendio del edificio Windsor, en Madrid

Por haber, siempre habrá una pareja de Reus grabando a las tres de la mañana cómo flambea el Windsor en pleno corazón de Madrid y registrando aquellos célebres ‘fantasmas’ que vio toda España (luego los analizó Íker Jiménez) en febrero de 2005, unos meses antes de que se subiera el primer vídeo a Youtube. En la retina de aquellos tiempos, queda la antorcha madrileña ardiendo. Y no es baladí que el matrimonio en cuestión agarrara la cámara, con un ímpetu quizás entre ‘Vídeos de Primera’ e ‘Impacto TV’, para acabar alimentando mediáticamente al país durante semanas, en un consumo exprés de teorías de la conspiración. La realidad es que el vídeo con ADN reusense fue entregado a la justicia y la causa penal fue archivada un año después sin esclarecer qué eran aquellas sombras. El Windsor, que fue cachondeo como todo lo que combustiona sin ton ni son, es ahora, diez años después, literatura y misterio inocuo, además de icono de la madrileñidad y hasta choteo del olimpismo frustrado capitalino.

Por haber, siempre habrá unos supervivientes, Schettino aparte, del Costa Concordia, alguien de Tarragona en el Euromaidán ucraniano, un seísmo nepalí que se percibe en un observatorio de Roquetes o un chaval de Valls dispuesto a hacer la guerra santa. Y mientras se aclara o no lo de Kennedy, recortaremos el kilómetro emocional, pensando más en el circo que en el rigor y abanderando la patria chica, no sin riesgos. Adictos a una realidad que nos cuadre, militantes del relato redondo, acabaremos diciendo que Michael Jordan pisó Reus cuando fue a jugar a Barcelona ’92 y que Obama una vez surcó el cielo de nuestra provincia en dirección a no-sé-dónde, con el mismo hooliganismo que la niña que no se lavó el pelo desde que le rozó Alejandro Sanz.

Tres canciones, 277. La elección de Raúl

JIMMY HENDRIX – FIRE