A Brujas uno va, según la fantástica película de Martin McDonagh, a enfrentarse a sus pecados o a conocer la belleza antes de morir. Que es, en el fondo, a lo que se debería ir a cualquier viaje, con coffee breaks para las fotos y colarse en el metro. Yo fui el otro día a seguir perdiéndome a mí mismo y volví con esta crónica de un bellísimo e inesperado concierto de arpas. Que es algo más modesto, sí, pero me permite seguir vivo y dejar los pecados intactos.

No miro más de lo necesario para plantarme en el país de los gofres, Tintín y los tópicos sobre gofres y Tintín. A veces uno necesita echarse la mochila a la espalda y subir a aviones y trenes fingiendo ir a ciegas, soñándose explorador, aventurero, aunque ya tenga las reservas hechas y haga colas con Ryanair. Me agencio un mapa al apearme en Brujas pero a los pocos metros descubro que se me ha caído del bolsillo y yo, que no creo en el destino pero sí en la poética, no me vuelvo a buscarlo.

Así, acabo deambulando sin demasiado rumbo por detrás de la plaza principal, cerca del rincón ése que por lo visto es el más fotografiado de la ciudad. Me planteo que tal vez lo sea porque alguien le adjudicó el título, perpetuando así el aluvión constante de flashes en una ejemplar profecía autocumplida. Ando en esas reflexiones de tan hondo calado cuando, gracias a dios, un cartelón con la palabra «gratis» me libra de empezar a teorizar en voz alta sobre el turismo de ránkings. Leo además que lo que se ofrece gratuitamente no son abrazos ni hostias sino un concierto, que le entra mejor al cuerpo y no requiere contacto físico alguno. En la foto, un arpista de gesto sobrio, rectísimo, se enfrentaba a un arpa con decisión. Luc Vanlaere, reza el afiche. Quedan quince minutos para el evento y comienza a chispear. La lluvia es un estímulo maravilloso para la inquietud cultural en interiores.

La sala es un espacio pequeño, íntimo, con una iluminación tenue que invita a la cabezada. Me contengo de hacerlo mientras a mi alrededor se sientan, con muchísimo tacto, parejas de turistas jubilados. Por el silencio y el respeto intuyo que no son españoles ni italianos así que pongo mi mejor cara de nórdico y aguanto el tipo, evitando cruzar miradas con algún alemán no sea que me dé un trabajo. Me distraigo repasando el escenario, sobre el que identifico un arpa celta, una de concierto, un hang, cuencos tibetanos e incluso un par de kotos. El arsenal no puede ser más prometedor.

Vanlaere aparece puntual, presentándose con amabilidad y cercanía en cinco idiomas y regalando sonrisas sin imposturas. Es un tipo enérgico, de barba y pelo blancos, de pose elegante pero acogedora, con un donaire entre artista bohemio e intelectual. Ni que decir tiene que me cautiva antes de tocar una cuerda y a punto estoy de aplaudir y pedir unos bises. Decido, en un gesto de saber estar, esperar a que se toque algo.

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Oigan, y qué bien ya el primer tema. Una cosa onírica, relajante, casi depurativa. Que es lo que había prometido Vanlaere, pero uno nunca sabe si es todo palabrería de artista ambulante. La iluminación y la magnífica acústica del espacio redondean la experiencia y casi aprovecho para hacer un viaje astral. Vanlaere sigue sin prisas, presentando cada tema con calma y gestionando el ambiente con exactitud: ahora una broma, ahora una anécdota emotiva, ahora una invitación al ensueño. Qué gran maestro de ceremonias.

Todas las piezas que el belga interpreta en su recital son de composición propia y tienen una firma definidísima: suavidad, firmeza, evocación, dejando que cada nota resuene y se deguste, que las cuerdas no se atropellen pero formen una cadena que acuna al oyente. El tipo conoce sus instrumentos y sus habilidades y compone para sacarles el máximo partido, sin excesos ni lucimientos baratos. En algunos temas, arranca haciendo resonar los cuencos o algún monocorde (tiene cuatro, se me escaparon en el escaneo) y luego vuelve al arpa, duplicándose en dos o más intérpretes fantasmales. En otros, llega a sentarse entre el arpa y el koto y tocarlos ambos a la vez. Todo prodigio.

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Tras haberse paseado por las tablas y enseñado todos sus juguetes, Vanlaere hace un receso y presenta su tema ‘Four ways’, una pieza para voz y arpa escrita en inglés y francés dedicada a su madre. Nos habla de sus primeros recuerdos con ella, que falleció hace años por Alzheimer, y de cómo con esa composición pretendía celebrar estos momentos felices compartidos. Una cosa proustiana que hubiera quedado impostada en cualquier otro, pero que en boca de este tipo (¿será hipnotista?) suena tremendamente sincera y descarnada.

Será la sugestión del entorno, será que ya tengo comprado el pescado de antemano, será el asunto ése de los pecados y la introspección que les decía por ahí arriba, pero el caso es que el tema me conmueve profundamente. Vanlaere no es un cantante muy ortodoxo pero sí muy buen intérprete. La suma de las cuerdas con su voz tranquila y clara funciona, la escritura es lo suficientemente opaca para no perderse en discursos buenistas y la estructura es medidísima. Tras todo un recital instrumental, el giro al canto añade una sensación de colofón, de clímax final que pide ovación en pie.

Tras el concierto, me acerco a Vanlaere para agenciarme un cedé (tiene tres editados) y charlar un rato. Le pregunto por algunos instrumentos y le felicito por su técnica con el koto, que me sigue pareciendo una herramienta complejísima. Su respuesta revela toda su manera de pensar: para él, no es más que un arpa tumbada; sólo tiene que reeducar sus manos y buscar el mismo tacto en la nueva posición. Hablamos de la dureza del instrumento japonés y de lo bien que contrasta con la suavidad del arpa, del hang (él lo asienta sobre un tambor vuelto del revés para añadir sonoridad) y de otras cosas que me fascinan por incomprensibles. Le recomiendo a Mieko Miyazaki, que ya me impresionó hace tiempo, y olvidó nombrarle a Cecile Corbel, quien me enamoró del arpa celta por primera vez.

Explica que apuesta por conciertos gratuitos y que se financia con la venta de sus cedés a la salida. Me parece un negocio honesto, una vuelta a la vieja idea de «la voluntad, señora»; en las antípodas del crowdfunding (que es un primero paga y luego ya veremos). Así, dice, su música también puede llegar a la gente sin recursos. Reprimo la queja (facilona) de cuánto duraría un sistema así en España, porque todos pensamos que poco y a veces nos llevamos sorpresas. Pero aún así.

Recojo el compacto firmado y me dispongo a volver a las calles empedradas de Brujas. Fuera, ha dejado de llover. Me pierdo de nuevo entre callejones agradeciendo el concierto sorpresa, sintiéndome menos turista y más viajero, hasta más místico, entregado a los cuatro caminos de los cuatro vientos. Luego vuelvo al asunto ése de los pecados y la belleza y a lo lejos, mojado sobre la acera, me parece reconocer mi mapa perdido. Tampoco ahora lo recogeré.

V the Wanderer