Un «finde» cualquiera, salimos a las calles y los bares de una ciudad mediana que podría ser cualquiera y nos aventuramos, sin demasiada planificación, a descubrir algún signo de vida musical. Cualquiera.

Viernes, Raúl

Es difícil imaginarle dando clases de fusas y corcheas a chavalillos de Albacete, ahora que descerraja acordes sobre su guitarra y esos riffs ruidosos se juntan con su voz susurrante, en una propuesta minimalista pero siempre eléctrica. Joaquín Pascual, que por la mañana se gana la vida impartiendo lecciones de música clásica, es el resto del día un icono de la cosa independiente y ahora, sobre el escenario de la Sala Zero, un vuelo libre sin el apoyo de sus tres bandas previas: Surfin’ Bichos, Mercromina y Travolta.

Intenta captar a un público frío y escaso; a mí, apoyado en una esquina, me falta el sofá para darle el toque de recital privado. Es la segunda vez que voy solo a un concierto (recuerdo hace unos años a Lagartija Nick toreando en la misma plaza); pierdo la perspectiva para valorar lo que sucede pero me agencio buenos primeros planos con lo que hace Joaquín con su guitarra (alguna espectacular marcianada de vez en cuando) y Ana Galletero con su teclado y un bajo antiguo que parece el de Paul McCartney.

Hay que tener huevos para venir de Albacete a cascarse un concierto duro, de perro viejo, tras haber facturado un buen disco de 19 canciones, muy árido y en los trabajosos tiempos en los que hay que partir en solitario. “Las tablas no influyen. Siempre que sacas un disco esperas con ansia la respuesta de la gente”, me reconocía hace unos días en una entrevista. Varios meses después de la edición de su disco, me confiesa en la dedicatoria en el libreto que soy de las primeras personas con las que ha hablado de esas canciones. Y esos temas, sencillos pero golpeadores, hablan de la vida cotidiana. Que si ahora una paja, que si ahora un paseo con el perro o una tonada para esa camisa que no tiramos y que luego, al cabo de los años, redescubrimos bajo el dilema de volver a usarla para ser la persona que éramos entonces.

Sorbo una cerveza y Joaquín también, mientras presenta las canciones casi a la manera cantautoril. Parece, en conjunto, un concierto conceptual sobre el vértigo del día a día, esos ratos en los que pasan cosas al lado nuestro, la cotidianeidad alegre, sorprendente, tediosa y monstruosa. Suena todo oscuro (como lo ha hecho siempre) pero de cerca es cordial y entrañable. “No soy una persona gris, apagada o melancólica”, me decía él, que tiene familia, perro y paz en Albacete, aunque luego les dé cancha a los demonios en su música. “Espero que te guste el concierto”, me comenta. Y me encanta.

Toca una canción que, según él, le gusta a poca gente pero a mí me parece de las mejores; va de un hombre normal que sólo quiere querer a los demás; y ahora otra en la que mete caña a la gente a la que pides un cigarro y te cuenta su vida; y ahora otra basada en los colapsos temporales y en dos anécdotas que él explica: un día (de resaca) en Madrid le compró un boleto de lotería a un enano, le pagó pero el vendedor le decía que no lo había hecho; otra vez, estaba con una gente que decía que era de noche y él, que era de día. ¿Paranoia? Puede ser. En la canción se nombra el speed.

Cuatro horas después y algún endemoniado chartreuse más tarde, estoy en el mismo lugar, véase el podio final, felicitando al cantante de Febrero por el entusiasta y divertido concierto que habían dado como teloneros.

Sábado, Víctor

No sé cuantas veces habremos visto al Sobrino del Diablo. Unas cinco o seis, seguro, pero aquí estamos Raúl y yo a punto de presentarnos en otro de sus vivos. El último encuentro fue un desastre: volumen al mínimo, algún instrumento desenchufado y mucha brevedad; no se molesten los vecinos. En el penúltimo me regaló una grabación de un directo suyo junto a Dr.Fargo, la otra mitad de la cita de hoy.

Llegamos pronto a La Vaquería y aún están con unas clases de tango. ¡Elegancia! Salimos a esperar y un mozo que pasa nos comenta el retraso: «Juanito es así», lanza, y me divierte la confianza.

Aparece Juanito, con barba y cansancio en la cara, y anuncia que Fargo no puede venir. Lástima. El Sobrino se sabe cómplice de un público que va creciendo canción tras canción, y suelta sus chascarrillos sin miedo. Es un rock clásico, sin alardes pero bien hecho, cuidadísimo en lo literario y de un humor estructurado. A mí, que asisto a mi séptimo directo, me sigue haciendo gracia.

Los temas se mezclan con presentaciones (casi, me cuesta decirlo, monólogos) que a su vez hilvanan con aquella otra parida primera. Gag, regag, running gag: curso de guión humorístico. Pero, ante todo, canciones. Las de hoy son en su mayoría nuevas para mí; ahora suena una de un alma errante, «desaparecer y no volver» dice el poco humorístico estribillo: todo es igual allá donde vaya. De alguna forma, me llega.

Se nos unen unas amigas justo al final de los bises, a tiempo para ver salir bajo las luces a dos deejays con chandal y gorra. La selección es pésima, nada cuadra y los cambios de tempo y estilo me dan sofoco. Pinchan «Ain’t No Mountain High Enough» con otra, en plan irónico, supongo. Cosas de la postmodernidad, de pedantes y gafapastas, que me irritan.

Huimos a la Zero sin mirar atrás y encontramos otro concierto. Hay más gente arriba que abajo: ocho humanos convencidos de que su ska-reggae-punk (¿más postmodernidad?) simplón es mejor que el silencio. Miro el cartel: Agraviats + Culs Cults, precio de admisión seis euros. Compruebo por sus camisetas que los de ahora son Agraviats y me sorprende que nadie nos haya pedido ese dinero. Hagamos bulto.

Las trompetas, trombones y demás se callan y Culs Cults no salen: o eran teloneros, o ambos grupos estaban a la vez sobre la tabla. El deejay de ahora viste más normalito y pincha mejor. Suelta «Kids» de MGMT, y nos acordamos de la pija indie aquella que decía que estaban pasados de moda. Pasamos lista: The Strokes, Franz Ferdinand, The Editors, The Fratellis, The Kooks, Arctic Monkeys: reyes por un día de la parroquia indie, tan diferente y tan sabia que salvará la música. El indie se devora a sí mismo.

Raúl está con resaca, yo llevo desde bien temprano en ruta. Esto no da más de sí. Nos piramos.